EL MAYOR TERRORISTA INTERNACIONAL
 

George W. Bush

Las agencias de inteligencia de EE.UU. desmintieron a su propio jefe sobre los planes bélicos de Irán.


Marcelo Cantelmi.
mcantelmi@clarin.com


En el pequeño escondite interior donde se refugia con sus últimos principios y cerradas convicciones, seguramente sentirá que ha sido una traición. ¿Si no cómo podría llamarse a esta rebelión inesperada de los espías? Será que no entienden. La verdad nunca ha sido un concepto valioso, a veces apenas un costo barato para garantizar su campaña histórica. Acomodar la realidad es el desafío. Y después de hacerlo no debería existir quien discuta el resultado. Así lo fue con Irak, con Al Qaeda, Oriente Medio y no debiera ser diferente con Irán.

George Bush andando los últimos doce meses de su mandato, acaba de advertir, sin embargo, que la realidad es una jugadora antipática y rebelde que cuando corta las amarras aparece con modos incómodos y desagradables. Y no respeta investiduras.

Se trata quizá del dato más vigoroso paradójicamente del desgaste del inquilino del Salón Oval. En estos días las 16 agencias de inteligencia de EE.UU. se unieron en un informe lapidario contra la versión oficial sobre que Irán construye un arsenal nuclear y sancionaron que desde 2003 el proyecto de la bomba está cancelado. Esa amenaza había iluminado los ojos del vicepresidente Dick Cheney, la figura más potente del gobierno de Bush y de los restantes halcones que sobrevuelan la Casa Blanca alentando una guerra que oculte el páramo iraquí y desguace a la nación persa.

Teherán no es inocente en este planteo. Las bravatas del Bush iraní, Mahmud Ahmadinejad, intentando resolver su propio desgaste interno y la crisis económica que sacude a su país con la profecía de una guerra inminente, aportó demasiado para la paranoia. Sin embargo el interés de Washington de aplastar a Irán nunca fue por la amenaza nuclear, sino por el poder político que esa nación logró de la mano de las cegueras de la política internacional norteamericana. La cuestión fue siempre detener a ese jugador y la excusa de la bomba era tan perfecta como las "armas de destrucción masiva" del dictador Saddam.

En el camino de aquella guerra, quizá recuerde Bush en el Salón Oval, los espías también habían intentado rebelarse. Hubo informes de analistas de la comunidad de inteligencia que discutían el nivel de la amenaza y acorralaban en la fantasía los vínculos entre Bagdad y la vidriosa organización Al Qaeda a la que se atribuyó la oleada contra las Torres Gemelas y el Pentágono.

Bush virtualmente intervino la CIA para cesar esos desvíos. Pero el mazazo más formidable contra la agencia lo descargó en 2003. El 28 de enero de ese año en su discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente soltó la siguiente frase: "El gobierno británico se ha enterado de que Saddam trató recientemente de obtener cantidades considerables de uranio de África (Níger). Nuestras fuentes de inteligencia nos dicen que ha tratado de comprar tubos de aluminio de alta resistencia apropiados para la producción de armas nucleares. Saddam Hussein no ha explicado estas actividades de manera creíble. Está claro que tiene mucho que ocultar".

La crónica es fascinante. En febrero de 2002, la CIA había enviado al embajador Joseph Wilson a Níger y comprobó que era todo un burdo armado incluso con firmas falsificadas y papers viejos manipulados. Su informe fue plenamente ignorado por la Casa Blanca. En un ataque de pureza ética, el embajador publicó su reporte en The Washington Post. La historia oficial quedó deshecha. La reacción fue despiadada: filtraron a la prensa el nombre de la esposa de Wilson, Valerie Plame, una agente encubierta de la CIA que quedó así en peligro y fuera de carrera.

La herida a la comunidad de inteligencia debe haber tenido la profundidad que se ve en este nuevo capítulo de la batalla que libra la Casa Blanca contra sus espías. El informe sobre Irán no es necesariamente un desquite, pero sí una clara señal de independencia, que esta vez sólo produjo balbuceos, ira y asombro en la cúpula marchita del poder real de los

EE.UU.


 

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