Tiempo de cambios
Allende sigue presente

Vladimir Villegas
Viceministro de Relaciones Exteriores de la
República Bolivariana de Venezuela para América Latina
 
         
Hoy hace treinta y cuatro años el fascismo posó sus garras sobre Chile y, con el apoyo de transnacionales como la ITT y del gobierno norteamericano de entonces, destruyó a sangre y fuego la esperanza de consruir un mundo mejor, bajo el liderazgo del presidente mártir Salvador Allende, quien prefirió morir en el Palacio de la Moneda antes que convalidar el zarpazo contra el primer intento socialista por vía electoral que se escenificaba en América Latina.

Más allá de los errores que hubieran podido cometer las diversas fuerzas políticas que llevaron a Salvador Allende a ganar las elecciones presidenciales, la CIA tuteló el accionar político de la derecha chilena para impulsar planes desestabilizadores contra un gobierno democrático, electo por el pueblo, que tomó medidas destinadas a reafirmar la soberanía chilena sobre sus recursos naturales y a poner en práctica políticas sociales favorables a las grandes mayorías. No era posible para el imperio permitir que en su patio trasero el pueblo escogiera democráticamente el camino hacia el socialismo. Por lo tanto, cualquier medio era válido para abortar esta amenaza a los intereses de una clase política y una oligarquía chilenas claramente comprometidas con los mandatos del norte.

Han pasado más de tres décadas y todavía están frescas en la memoria colectiva latinoamericana las imágenes de los estadios convertidos en campos de concentración, las desgarradoras noticias sobre ejecuciones, torturas y otras modalidades de crímenes políticos y crueles violaciones a los derechos humanos que el gorila Augusto Pinochet y sus secuaces llevaron a cabo, en medio de una gran impunidad y bajo la protección de la administración de Richard Nixon, quien tuvo en Henry Kissinger el arquitecto de la brutal carnicería humana que se inició en Chile a partir del derrocamiento de Salvador Allende.

La táctica desestabilizadora contra Allende fue similar a la que se usó contra otros gobiernos, como el de Jacobo Arbenz en Guatemala, y contra el de Hugo Chávez. En este último caso el imperio no pudo lograr sus objetivos, sin que por ello pueda decirse que las amenazas son cosas del pasado. En el caso de Chile es pertinente recordar que sectores políticos como la Democracia Cristiana le hicieron el juego al golpe, para luego arrepentirse cuando ya era muy tarde. Esa es una buena lección para quienes dentro y fuera de Venezuela siguen acariciando la idea de un palazo a la lámpara como vía para acabar con gobiernos electos por el pueblo y que promueven cambios con orientación socialista.

Hoy , por ejemplo, Bolivia es el centro de una nueva conspiración, y no es nada novedosa la metodología desestabilizadora que están empleando, con el objetivo de acabar con la primera experiencia de un gobierno encabezado por un representante de las grandes mayorías indígenas, que ha manifestado además su plena disposición a reivindicar, como lo hizo Allende y lo está haciendo Chávez, los derechos de su pueblo y la soberanía nacional. La solidaridad es parte de la medicina preventiva para enfrentar el golpismo, y para evitar que el pueblo boliviano sufra nuevamente los embates de los enemigos de la democracia y de la justicia social.

Postales de Leningrado

La recién estrenada película de la cineasta venezolana Mariana Rondón es un testimonio de los acontecimientos ocurridos en Venezuela en los años sesenta, durante el período de lucha armada. Desde una perspectiva de los hijos de militantes presos, asesinados o desaparecidos, Mariana presenta este trabajo cinematográfico que despierta nostalgias y recuerdos en torno a una época que sigue invitando al debate, pero que también dejó terribles huellas en las familias de las víctimas de la represión durante los gobiernos de Betancourt, Leoni y Caldera.
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Reflexiones a nueve meses del centenario de Salvador Allende y 34 años del golpe de estado

Izquierda y movimientos sociales:
el desafío de la unidad

 
Mario Amorós
Pueblos. Rebelion.


 
Mientras que Venezuela, Bolivia y Ecuador avanzan hacia el Socialismo del Siglo XXI, en Chile el modelo neoliberal, administrado hoy por una presidenta socialista, exhibe la apariencia de una fortaleza inexpugnable

 

 

El Chile actual está construido sobre las cenizas de la “vía chilena al socialismo”. El movimiento popular, nacido en los albores del siglo XX en medio de una represión oligárquica implacable, se convirtió en una alternativa real de poder a partir de la confluencia del movimiento obrero en la Central Única de Trabajadores desde 1953, la fundación del Frente de Acción Popular por socialistas y comunistas en 1956 y la incorporación a la lucha de masas de sectores excluidos como los pobladores y los campesinos. El gran adalid de esa unidad fue Salvador Allende, quien siempre priorizó el programa político como eje de una plural y amplia convergencia sociopolítica.

La tiranía engendrada por el bombardeo de La Moneda recurrió al terror como herramienta para la refundación del país a partir de los dogmas neoliberales: el exterminio del movimiento popular entre 1973 y 1976 fue la condición primera para la imposición del nuevo proyecto de la burguesía, caracterizado por un liberalismo económico a ultranza, un régimen político destinado a perpetuarse con la apariencia de una “democracia protegida” (de “la amenaza subversiva”) y una sociedad sometida por antivalores como el individualismo, el consumismo y un conservadurismo moral próximo al integrismo.

A principios de los años 80, en el contexto de una gravísima crisis económica, la izquierda y los movimientos sociales fueron capaces de impulsar las multitudinarias Protestas Nacionales que entre mayo de 1983 y julio de 1986 desafiaron a la dictadura. En este contexto, la detección del desembarco de armamento del Frente Patriótico Manuel Rodríguez en la playa de Carrizal Bajo por parte de los aparatos represivos en agosto de 1986 y el atentado de esta organización político-militar contra Pinochet el 7 de septiembre de aquel año mostraron la posibilidad de una auténtica ruptura democrática, por lo que la dictadura y los sectores “moderados” de la oposición democrática (la Democracia Cristiana y todas las fracciones del socialismo “renovado”) se avinieron a negociar.

Así se pactó, bajo los auspicios de Washington, una Transición que tuvo en el plebiscito del 5 de octubre de 1988 su encrucijada épica y que derivó, tras el traspaso de poder a Patricio Aylwin el 11 de marzo de 1990, en el modelo delineado por los asesores más lúcidos del tirano: un régimen con un peso indisimulado de la herencia pinochetista (senadores designados, Constitución de 1980 apenas reformada, impunidad para los violadores de los derechos humanos, neoliberalismo, privilegios antidemocráticas de las Fuerzas Armadas) y una izquierda excluida del Congreso Nacional por una ley electoral impuesta por la dictadura. La imagen de aquel periodo fue la arrogancia de Pinochet, comandante en jefe del ejército hasta el 11 de marzo de 1998.

Si el movimiento popular fue derrotado el 11 de septiembre de 1973 por la acción concertada de la burguesía, las Fuerzas Armadas y el imperialismo, un sector importante de la izquierda, el Partido Socialista, asumió una nueva derrota al sumergirse en un proceso de mutación política e ideológica desde la división de la organización en 1979 en dos sectores, su atomización durante buena parte de la década de los 80 y su reunificación en noviembre de 1990 con una hegemonía indiscutible de la aristocracia “renovada” frente a los sectores de base y los dirigentes que defienden la identidad revolucionaria que distinguió al partido de Salvador Allende durante su primer medio siglo de historia.

Desde 1990, el país ha tenido dos presidentes socialistas, Ricardo Lagos y -desde marzo de 2006- Michelle Bachelet, quienes han mantenido las políticas neoliberales de la Concertación, con algunas variaciones, por ejemplo, en derechos humanos y memoria histórica, pero sin derogar el principal anclaje de la impunidad (la Ley de Amnistía de 1978), ni reivindicar el proyecto revolucionario por el que dieron su vida las víctimas de la dictadura.

En la década de los 90 la izquierda fue capaz de superar una nueva travesía del desierto: inmersa en una Transición pactada y excluyente, muy diferente del proyecto democrático que movilizó años antes al pueblo; sometido el Partido Comunista a la renuncia de algunos de sus dirigentes, el trauma del derrumbamiento de la Unión Soviética y el discurso mediático y político sobre el “fracaso” del comunismo y el “fin de la Historia”; desmovilizada la sociedad, neutralizada por el discurso del poder que exaltaba el “modelo chileno” como un ejemplo de desarrollo para América Latina.

Sin embargo, la detención de Pinochet en Londres el 16 de octubre de 1998 desnudó la fragilidad de la democracia chilena y probó, una vez más, la necesidad de la convergencia de los movimientos sociales y la izquierda. El movimiento de derechos humanos, que desempeñó un papel heroico y catalizó la lucha por la libertad desde finales de los años 70, pero que languidecía entonces, volvió a salir a las calles para exigir verdad y justicia y apoyar la extradición del tirano a España. El 12 de enero de 1998, la secretaria general del Partido Comunista, Gladys Marín, había presentado la primera querella criminal en Chile contra Pinochet y después de su arrestó en Londres le siguieron más de doscientas denuncias. Las movilizaciones y el trabajo de un amplio colectivo de abogados lograron derrotar la impunidad en los tribunales y desde 1999 más de trescientos represores han sido procesados y algunos de ellos ya han sido condenados en firme por las violaciones de los derechos humanos.

Pero la izquierda no ha podido convertir en un apoyo electoral relevante el amplio respaldo ciudadano a asuntos como éste. Ninguno de sus candidatos presidenciales ha superado el 5,5% que en 1993 logró un ecologista e incluso una persona con tan elevado grado de reconocimiento como Gladys Marín sólo obtuvo en 1999 el 3,2% de los votos. En octubre de 2004, una amplísima coalición de partidos, movimientos sociales y organizaciones de izquierda (encabezada por el Partido Comunista) denominada Juntos Podemos Más (JPM) alcanzó casi el 10% de los votos en las elecciones municipales, conquistó cuatro alcaldías (en un país con poco más de 300 municipalidades) y se aproximó al centenar de concejales. No obstante, en diciembre de 2005 su candidato presidencial (el humanista Tomás Hirsch) apenas superó el 5%.

En la segunda vuelta, en la que compitieron Bachelet y el conservador Sebastián Piñera, el Partido Comunista entregó su apoyo a la candidata socialista al considerar que las reformas democráticas que requiere el país serían imposibles con un gobierno derechista. En cambio, los humanistas y otros pequeños grupos de la alianza predicaron la neutralidad y desde entonces el Juntos Podemos Más permanece hibernado y fragmentado.

Junto a las sucesivas alianzas construidas desde principios de los años 90 por el Partido Comunista (desde el Movimiento de Izquierda Democrático Allendista al JPM), ha habido otros sectores empeñados en crear opciones alternativas al neoliberalismo, como las candidaturas ecologistas que concurrieron en las elecciones presidenciales de 1993 y 1999 o el movimiento Fuerza Social y Democrática, impulsado hace un lustro por personalidades como Jorge Pavez (ex miembro del Comité Central del Partido Comunista y presidente del Colegio de Profesores) y la revista Punto Final.

En el último tiempo han surgido varias iniciativas. Por una parte, en mayo la Fuerza Social y Democrática, la Nueva Izquierda (encabezada por varios ex presidentes de la emblemática Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile) y el movimiento Surda anunciaron su inminente convergencia en un partido cuyo objetivo será penetrar en el electorado progresista de la Concertación.

Por otra, el apoyo comunista a Michelle Bachelet en la segunda vuelta ha abierto paso a un intenso proceso de negociaciones para reformar el sistema electoral con el objetivo de poner fin a la exclusión parlamentaria de la izquierda. En este sentido, la Central Unitaria de Trabajadores (CUT) ha impulsado el Parlamento Político y Social que ha realizado importantes actos de masas y en el que participan personalidades del Partido Socialista y de la Democracia Cristiana, además de los comunistas y otros sectores comprometidos con estas reformas democráticas.

El compromiso de Bachelet con el fin de la exclusión de la izquierda, incluido en su simbólico discurso del 21 de mayo, y la apertura de sectores de la Concertación a esta negociación han propiciado un viraje importante en la estrategia política del Partido Comunista. El 3 de junio en su intervención con motivo del 95º aniversario del Partido de Recabarren, Neruda y Víctor Jara en un legendario Teatro Caupolicán abarrotado por miles de personas, su presidente, Guillermo Teillier, explicó el cambio estratégico que conduce a la mayor fuerza de la izquierda a mantener su apuesta indeclinable por conformar un amplio movimiento sociopolítico alternativo al neoliberalismo, pero también a buscar acuerdos con el Gobierno en torno a un programa de reformas democráticas (nueva ley electoral, abolición del código laboral impuesto por la dictadura aún vigente, recuperación de la gran minería del cobre, verdad y justicia en materia de derechos humanos…).

Otra iniciativa relevante surgida este año es el llamamiento a luchar por una Asamblea Nacional Constituyente, apoyado por decenas de organizaciones y personalidades de la izquierda puesto que la actual Constitución, señalan sus impulsores, ampara a “los poderes fácticos que ayer se sirvieron de la tiranía y que hoy gozan de ocultos e irritantes privilegios”, representa “la continuidad jurídica de la dictadura e impide el establecimiento de un régimen verdaderamente democrático”.

Muy significativos han sido también dos movimientos sociales que han emergido con gran capacidad de lucha y de propuesta. En mayo y junio de 2006 los pingüinos (estudiantes secundarios) protagonizaron una ocupación masiva de liceos y las marchas más multitudinarias desde el final de la dictadura, con un discurso de defensa de una educación pública de calidad y de confrontación con la retórica neoliberal. Y desde principios de este año la puesta en marcha del plan de transportes Transantiago (uno de los grandes proyectos de Lagos y metáfora de una Concertación instalada en la autocomplacencia y la tecnocracia neoliberal) ha originado las movilizaciones de los sectores populares de la Región Metropolitana, que exigen un sistema de transporte público, con precios accesibles, más frecuencias y más rutas. Además, en los últimos meses los trabajadores forestales, los del cobre o los de la recogida de basuras han emprendido acciones de protesta que, más allá de sus respectivas reivindicaciones concretas, apuntan a una impugnación del modelo neoliberal, como se apreció también en la masiva jornada de protesta obrera convocada por la CUT el 29 de agosto y que obtuvo también el apoyo expreso de la dirección del Partido Socialista, al que pertenece Michelle Bachelet.

Todas estas luchas y movimientos (y otros, como las organizaciones sindicales críticas con la CUT y toda la miríada de asociaciones que luchan por la memoria y contra la impunidad), todas las expresiones de la pluralidad de la izquierda política y social, debieran confluir para construir una alternativa a la derecha y a la Concertación con el norte irrenunciable de la transformación de la sociedad.

El próximo 26 de junio conmemoraremos el centenario del nacimiento de Salvador Allende, de nuestro querido Compañero Presidente, efemérides que puede servir para reflexionar sobre las lecciones de un pasado con victorias inolvidables y derrotas dolorosas y, con toda la fuerza de la memoria, avanzar hacia la unidad que permita al pueblo chileno luchar, de la mano de los pueblos hermanos de América Latina y el mundo, para conquistar las grandes alamedas: el Socialismo del Siglo XXI.
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