Argentina: la enfermedad inexistente



Puede llegar un día en que la peste,
para desgracia y enseñanza de los hombres,
despierte a sus ratas y las mande a morir a una ciudad dichosa.
Albert Camus

La peor epidemia es la que no existe. Muchos médicos y pacientes en la Argentina piensan que la tuberculosis es cosa del pasado, mientras que otros la creen confinada a regiones tan remotas como el impenetrable chaqueño donde se disputa sus víctimas con la meningitis o la menos conocida leishmaniasis. Pero la realidad indica que es posible que con el paso de los años la tuberculosis se convierta en una de las pandemias más graves para la humanidad.
En febrero pasado un chico de 9 años, Brígido Petiso, que vivía en la localidad de Paso Sosa en el Chaco, murió en el Hospital Pediátrico de Resistencia como consecuencia de una enfermedad que pudo haber sido cualquiera de las tres. Los médicos señalaron una sin descartar a las otras dos.
En nuestro país, con un grave problema de subregistro de casos, se detectan 12.000 nuevos enfermos por año y en el 2006 se denunciaron 805 muertes por tuberculosis. La desinformación, el descreimiento y un sistema sanitario de reacciones tardías hacen que los enfermos lleguen a la consulta en situación muchas veces desesperante, después de haber pasado por varios diagnósticos equivocados o por ninguno.
Pese a las barreras imaginarias más del 10% de los casos del país se producen en la ciudad de Buenos Aires. Aunque en el último año el Ministerio de Salud porteño informó que la cifra había ascendido a 2.500 enfermos. Dos de las zonas más afectadas son la Isla Maciel y Ciudad Oculta. Los factores que contribuyen al aumento de las infecciones: subalimentación, falta de servicios básicos y paco.
Médicos, agentes sanitarios, enfermos y familiares no dejan de repetir, como si estuvieran conviviendo con un fantasma, que creían que se trataba de una enfermedad del pasado. Lo que no deja de ser verdad: el pasado con sus catástrofes y sus peores pestes vuelve a cerrarnos el paso una vez más para decirnos que no hemos llegado tan lejos.
Los incas antes de la aparición de los españoles ya la padecían. La conocieron los egipcios en tiempos de los faraones. También griegos, chinos y babilonios. La diferencia entre la tuberculosis de los antiguos y la nuestra tal vez radique en que aquella era más universal, no distinguía entre ricos y pobres, débiles y poderosos. La enfermedad de nuestros días en cambio, conjurada en parte por los avances de la medicina, se ensaña con los más vulnerables.
Cuando en 1995 la OMS comunicó que la cantidad de muertos por tuberculosis de ese año había sido la más alta de todos los años de la historia estaba indicando que la enfermedad venía en busca de sus nuevas víctimas. Lo que hasta las primeras décadas del siglo veinte había sido el mal de los espíritus delicados, sensibles y bohemios hoy se asienta en la miseria, la subalimentación, la falta de higiene, la desinformación y la carencia de toda cobertura sanitaria.
Los pronósticos dicen que en los próximos cincuenta años 500 millones de personas podrían infectarse y en muchos casos se trataría de tuberculosis polifármacorresistente, es decir cepas del bacilo inmunes a varios tipos de medicamentos.
Las enfermedades que en la antigüedad aparecían como castigos sobrenaturales o posesiones demoníacas, hoy se han convertido en catástrofes sociales, tan evitables que para muchos no existen aunque nos dejen un muerto en cada esquina. Sólo quienes las padecen saben que la enfermedad más feroz es la que no existe y la peor epidemia aquella que creíamos derrotada.

Miguel A. Semán (APE)

Autor foto: Hugo Tempesta - APE.

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