La Semana Trágica de barcelona: a cien años de la insurrección obrera (II parte)

 

La huelga general del lunes 26 fue secundada masivamente. Los delegados de la asamblea del domingo se habían distribuido por la madrugada para preparar grupos de piquetes en las principales fábricas de la ciudad. Al grito de "¡Cerrad por nuestros hermanos de Melilla!" los trabajadores secundaban la huelga. Una vez más, el papel más activo en los piquetes corrió a cargo de las mujeres. El paro se extendió como la pólvora desde los suburbios hasta el centro. A media mañana toda la economía catalana estaba paralizada. Muchos empresarios, por miedo a los obreros, decidieron directamente cerrar sus negocios lo que añadió más amplitud a la protesta. Los pequeños comercios, unos por miedo a los piquetes, otros por simpatía a los motivos de la huelga, cerraron sus puertas. El gobierno trató de proteger el servicio de tranvías, un sector clave para la vida económica de la ciudad, sin embargo tras varios enfrentamientos entre la Guardia Civil y los manifestantes tuvieron que desistir de su empeño.
Por la tarde la ciudad estaba en manos obreras. Los trabajadores habían conseguido armas y se enfrentaron a la Guardia Civil y a la policía. También asaltaron algunas comisarías para liberar a presos políticos. Para evitar la llegada de refuerzos se cortaron las líneas férreas, al tiempo que en los barrios obreros se alzaban cientos de barricadas. La policía se había dispersado incapaz de frenar el movimiento. El aparato del Estado se dividió entre los partidarios de reprimir el movimiento para que no fuera a más (el Ministro de la Gobernación) sacando al ejercito y el gobernador Ossorio, que no quería utilizar las tropas temiendo que confraternizaran con los trabajadores. Esa misma tarde, finalmente el gobierno de Madrid obligó a dimitir al gobernador civil, Ossorio, incapaz de frenar a los trabajadores, y declaró la ley marcial en Barcelona.
Sin embargo, el general Santiago, ahora al mando de la ciudad, tampoco pudo reprimir el movimiento, cuando los soldados acuartelados, muchos de ellos reservistas, salieron a la calle, efectivamente confraternizaron con los trabajadores. Los trabajadores diferenciaban entre ellos y los policías y los recibían con vivas al ejército, y consignas contra la guerra. El poder del Estado estaba suspendido en el aire.
El ánimo de victoria impulsó a los trabajadores a continuar la movilización. Además hasta ese mismo día las noticias que habían llegado del resto del Estado era que la movilización no se limitaba a Barcelona. Sin embargo, la huelga sólo afectaba a Barcelona y a las localidades cercanas como Sabadell, Terrassa, Granollers, Badalona o Palamós. En algunas de estas localidades surgieron Juntas Revolucionarias que se hacían con el poder municipal.
Sin embargo, este proceso no se dio en Barcelona. El Comité Central de Huelga se vio rápidamente desbordado por los acontecimientos. Habían concebido la huelga como una movilización pacífica de la clase obrera para presionar al gobierno a detener el conflicto. En ningún caso habían visto la posibilidad de hacerse con el poder a través de una insurrección obrera. Tampoco los dirigentes anarco-sindicalistas que creían que con sólo prolongar la huelga general el gobierno caería. La pequeña minoría de anarquistas "puros" agrupados alrededor del periódico Tierra y Libertad no jugarían tampoco ningún papel, de hecho, muchos de sus miembros pasarían toda la semana en prisión.
Tras el éxito de la huelga del lunes los trabajadores por si mismos decidieron continuarla el martes, pero el Comité Central de Huelga no jugó en esa decisión ningún papel, ni siquiera emitió algún manifiesto o proclama.
El Comité Central de Huelga había dado el pistoletazo de salida, pero lo que se estaba expresando iba mucho más allá de una movilización antibélica. Era el producto de décadas de explotación y de energía revolucionaria contenida por parte de la clase obrera. Las organizaciones obreras tenían que haber impulsado en Barcelona una Junta Revolucionaria, Consejo Obrero o Soviet que se hiciera con el poder, tomar el control de las fábricas y extender la revolución al resto del Estado. Sin embargo nada de esto hicieron. En su lugar, los dirigentes de Solidaridad Obrera y del Comité Central de Huelga trataron de convencer a los dirigentes republicanos, tanto radicales como catalanistas para que se pusieran a la cabeza del movimiento y proclamaran la república, sino en todo el Estado, al menos en Catalunya. El martes, radicales y republicanos se reunieron en el ayuntamiento de Barcelona y tras muchas deliberaciones decidieron volver a sus casas.
Las organizaciones obreras tampoco extendieron la lucha fuera de la provincia de Barcelona. El martes en Madrid Pablo Iglesias refrendó la convocatoria de huelga general para el 2 de agosto (que nunca se celebraría), sin organizar ningún movimiento de solidaridad con los obreros barceloneses. Mientras tanto el Ministerio de la Gobernación corrió el bulo de que la insurrección en Catalunya formaba parte de un movimiento separatista lo cual, influyó en algunos sectores más proclives a creer al gobierno.
Ante la ausencia de una dirección revolucionaria que marcara una orientación a los trabajadores y unos objetivos concretos a la insurrección, el Partido Radical trató de ocupar ese vacío y de paso alejar el movimiento de la senda revolucionaria. Con las fábricas cerradas y el aparato represivo del Estado aparentemente impotente, los dirigentes radicales (Lerroux estaba en el extranjero, el líder radical tenía la curiosa virtud de desaparecer del mapa cuando la situación se complicaba) lanzaron a las masas contra las Iglesias y Conventos.

Barcelona arde

La Iglesia católica era una institución profundamente odiada por las masa en el todo el Estado. No sólo recibía impresionantes subvenciones del Estado (más de 20 millones de pesetas de entonces todos los años), sino que sus posesiones y vínculos económicos eran tremendos. Aún en 1912 la patronal catalana, Fomento del Trabajo, reconocía que la Iglesia controlaba un tercio del capital en España. Numerosos bancos, negocios, industrias pertenecían directa o indirectamente a la Iglesia. Su fusión con los capitalistas y terratenientes era total. Pero además no hacían ningún intento por no demostrar tal poder. Sólo en Barcelona había 348 conventos. Pero además la iglesia contaba en régimen casi de monopolio con todas las instituciones asistenciales, cuidado de ancianos, de huérfanos, comedores sociales y sobre todo el sistema educativo. Desde luego la iglesia no dudaba en utilizar a esos mismos huérfanos para hacer lucrativos negocios, empleándolos en talleres.
Para la clase obrera la educación no es un tema secundario. El que sus hijos pudieran salir de las condiciones de vida bárbaras en las que ellos se encontraban pasaba por que recibieran una educación de calidad. La iglesia cerraba ese camino. Los trabajadores eran conscientes del papel de policía espiritual que jugaban las instituciones religiosas. Por eso, precisamente, los pedagogos anarquistas que trataron de impulsar una educación laica como Ferrer i Guardia contaban con gran prestigio entre las masas.
Con un movimiento en marcha sin ninguna dirección, consigna u orientación, los políticos radicales, a través de la Juventud Bárbara o las Damas Rojas y Radicales, trataron de canalizar toda la fuerza revolucionaria hacia un frente que no cuestionara el orden capitalista. Para los radicales era mejor que los obreros quemaran conventos a que ocuparan las fábricas o establecieran sus propios órganos de poder obrero. El primer convento que ardió en Barcelona fue el lunes por la noche, pero sería precisamente el martes y el miércoles, con la ciudad controlada por los trabajadores, cuando se desataría la oleada de incendios. Hasta 80 edificios religiosos resultarían pasto de las llamas.
Sin embargo, cabe señalar que los obreros que participaron en los asaltos a las Iglesias y conventos lo hacían con el ánimo de "rescatar a los frailes y monjas". La creencia popular era que muchos de los novicios y novicias entraban obligados en las órdenes religiosas. No sólo se garantizó la integridad física de los religiosos, sino que las riquezas encontradas en su interior fueron incendiadas junto con los edificios. No hubo pillaje.
La escena más esperpéntica se produjo el miércoles por la tarde. Numerosos rumores señalaban que bajo los huertos de los conventos había enterrados los cadáveres de novicias torturadas y de los bebés no deseados de las monjas. Dirigidos por radicales y por lúmpenes contratados por los radicales, una masa descontrolada profanó las tumbas. Y encontraron lo que buscaban: cadáveres de mujeres con las manos y pies atados y cadáveres de bebés, así que procedieron a llevarlos a la Plaza de Sant Jaume en una macabra procesión a través de las Ramblas para que las autoridades municipales comprobaran las pruebas.
Estas escenas sacrílegas serían denunciadas con violencia por la burguesía catalana al término de la Semana Trágica, pero ese histerismo contrasta con la actitud mostrada por esos fervientes católicos. Según relatan testigos directos, lejos de acudir al rescate de los religiosos, los burgueses se asomaban con curiosidad y satisfacción a los balcones de sus casas para ver con interés como se quemaban los edificios religiosos y no sus propiedades.

La verdadera tragedia

Poco a poco la energía revolucionaria se fue extinguiendo. Además, a partir del jueves el general Santiago recibió a cientos de Guardias Civiles de refuerzo con los que pudo recuperar el control de la ciudad. Para el sábado el Estado había logrado acabar con la insurrección aplastando las últimas barricadas en los barrios obreros de Clot y Horta.
Tuvieron no obstante los empresarios que garantizar que el 1 de agosto los trabajadores cobrarían con normalidad sus salarios para lograr restablecer el orden. Los dirigentes del impotente Comité Central de Huelga, de Solidaridad Obrera y del PSOE lograrían huir. Los dirigentes del Partido Radical se eximirían de cualquier culpa y responsabilidad.
Durante la semana más de 70 obreros habían sido asesinados por policías y francotiradores instalados por el gobierno en las azoteas o en el combate defendiendo las barricadas (algunas fuentes elevan la cifra a más de 104). Más de 500 obreros habrían resultado heridos. Muchos de ellos morirían en sus casas conscientes de que si acudían a las autoridades para recibir asistencia sanitaria serían encarcelados.
Pero fue entonces cuando se desató la represión. Para empezar los sindicatos, empezando por la propia Solidaridad Obrera, fueron destruidos. Hasta noviembre no se levantaría la ley marcial. Más de 2.500 personas fueron detenidas (tuvieron que habilitar barcos para almacenar a los presos porque excedía la capacidad de las cárceles barcelonesas) de las cuales se procesó a 1.725. 175 fueron condenados a destierro, 59 a cadena perpetua, 18 a reclusión temporal, 13 a prisión mayor y 39 a prisión correccional. 5 personas fueron ejecutadas por el gobierno, uno de ellos un joven con síndrome de Down acusado de bailar con el cadáver de una monja.
La ejecución más conocida fue el del pedagogo anarquista Ferrer i Guardia, fundador de la escuela moderna, que, sin embargo, no había participado en los acontecimientos (se encontraba en su finca de recreo fuera de la ciudad). Su juicio fue una de las mayores farsas de la historia de la justicia burguesa y su muerte provocó movilizaciones en varios países de Europa. Sin embargo también demostró la cobardía de los republicanos, tanto catalanistas como radicales. Nadie de la intelectualidad progresista salió en defensa del pedagogo.
El gobierno buscaba con estas sentencias sobre todo dar un escarmiento al movimiento obrero para que nunca más se levantara. Por supuesto no lo lograrían, en 1917 esos mismos trabajadores protagonizarían el Trienio Bolchevique.

Consecuencias de la Semana Trágica

La Semana Trágica marca un punto de inflexión en la lucha de clases en el Estado español. Para empezar, el sistema político de la llamada Restauración borbónica comenzó a descomponerse. La oleada de movilizaciones internacionales denunciando la represión contra los trabajadores barceloneses forzó a Alfonso XIII a destituir al impopular Antonio Maura. Desde entonces, los dos partidos políticos dinásticos, los liberales y los conservadores, que se alternaban pacíficamente en el poder amañando las elecciones a través de las redes caciquiles, entrarán en crisis y sufrirán numerosas escisiones. Ya no se recuperarían.
Por otra parte, la guerra en Marruecos sería un fiasco. Finalmente en diciembre el gobierno dio por terminada la campaña, sin embargo no se había conseguido ninguno de los objetivos militares. El control colonial español seguiría siendo tremendamente inestable, preparando una nueva guerra (la guerra del Rif, 1911-1926).
La burguesía catalana, que antes de la Semana Trágica había coqueteado con la idea del regionalismo catalán para conseguir cierto autogobierno, se fusionará políticamente con el gobierno de Madrid formando parte de futuras coaliciones ministeriales. El terror a la clase obrera convencería a estos "patriotas" de que ante todo, se trataba de preservar sus intereses de clase.
También la Semana Trágica marca el principio del fin de los partidos republicanos burgueses. La clase obrera haría pagar al Partido Radical su demagogia. Muchos de sus militantes habían participado en las barricadas y en los enfrentamientos con la policía y el ejército, sin embargo sus dirigentes habían "escurrido el bulto" una y otra vez. Toda su autoridad entre la clase obrera colapsó al desvelar su demagogia hueca. Pero al igual que la burguesía se había aterrado al ver a la clase obrera en movimiento, estos "representantes políticos" de la pequeña burguesía también cerraría filas en torno a la reacción. La propia dirección radical girará hacia la derecha abandonando cualquier tipo de discurso populista (hasta el punto de que Lerroux llegará al poder en 1933 de la mano de la reaccionaria CEDA durante el Bienio Negro).
Será el PSOE el que salve a los republicanos. Tras la Semana Trágica, Pablo Iglesias conformará una coalición con los partidos republicanos (Conjunción Republicana-socialista). Con ese paraguas, el líder socialista conseguirá el primer escaño en el Congreso de los diputados para la clase obrera en 1910. Ésta política de colaboración de clases, buscando que los líderes republicanos se pongan a la cabeza del movimiento revolucionario de la clase obrera, será, en esencia, mantenida durante el resto de la historia del PSOE, en especial durante la II República.
La influencia del PSOE y de la UGT fuera de Catalunya crecerá utilizando precisamente campañas estatales de solidaridad con los represaliados de la Semana Trágica. Sin embargo, dentro de Catalunya los socialistas pagarán las vacilaciones y la falta de dirección de la que habían hecho gala. Precisamente eran ellos los que podían haber dado una orientación política a la insurrección, así como extenderla fuera de Catalunya. PSOE y UGT eran las únicas organizaciones estatales que existían en aquel momento.
Acusando a los anarquistas de que la Semana Trágica no fuera un movimiento pacífico, la UGT abandonará Solidaridad Obrera y tratará de construir por su cuenta en Catalunya. Esa ruptura dejará el control político del sindicato a los anarcosindicalistas. Éstos, que si bien tampoco habían ofrecido ninguna alternativa durante la insurrección, sí habían mostrado un perfil más combativo que los dirigentes socialistas. Conscientes de su limitación en comparación con la UGT por no contar con una organización estatal, utilizarán los restos de Solidaridad Obrera (muy mermada por la represión) para lanzar una organización anarcosindicalista en todo el Estado. En 1910 nacería la CNT, siendo desde el principio la fuerza hegemónica entre el proletariado barcelonés. La fuerza de masas con que contará el anarcosindicalismo hasta 1939 estará desde el principio, absolutamente vinculada a la práctica oportunista y reformista de los dirigentes del PSOE y de la UGT. Aunque la dirección de la CNT, enfrentada a los acontecimientos revolucionarios de los años 30 y careciendo de una alternativa marxista caería también en la política reformista de colaboración de clases.
Cien años después, muchos de los problemas por los que lucharon los heroicos revolucionarios barceloneses siguen presentes. El capitalismo es un sistema incapaz de desarrollar la sociedad y condena a la miseria y a la degradación a millones de personas en todo el mundo. También en el moderno Estado español, se reproducen, al calor de la actual crisis del capitalismo, muchas de las plagas que parecían extintas: el paro, los desahucios, la precariedad... Otras plagas, como el poder de la iglesia, los conflictos y guerras imperialistas, el carácter represivo del Aparato del Estado o la demagogia y la corrupción entre muchos dirigentes reformistas, siempre se han resistido a desaparecer.
Contar con una organización proletaria, que confíe en las propias fuerzas de la clase obrera, que tenga una estrategia clara para tomar el poder y acabar con el capitalismo y que no busque supuestas burguesías progresistas - precisamente lo que faltó en la Semana Trágica - sigue siendo la tarea fundamental del proletariado en Catalunya, en todo el Estado y a nivel mundial.

Barcelona 24 de mayo de 2009.

Bibliografía:

-La Semana Trágica, Joan Connelly Ullman, 1972, Ediciones Ariel.

- La Semana Trágica, Dolors Marín, 2009, La esfera de los libros.

-Los anarquistas españoles, Murray Bookchin, 1980 Editorial Grijalbo.

-El movimiento obrero en la historia de España, Tuñón de Lara, 1972 Taurus ediciones.

Jaume García
viernes, 10 de julio de 2009

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