Tristezas, pero baldosas

 


La última noticia que leí al dejar Alemania me invadió de tristeza e indignación. El Centro de Conversión Internacional Bonn publicó su crítica a la cesión de licencias para la producción de armas alemanas en el exterior. Se ha comprobado que los crímenes cometidos contra la población africana de Darfur fueron llevados a cabo por milicias armadas con el fusil de asalto alemán G-3. Esas armas fueron vendidas por Irán, que ha obtenido licencias para fabricar armas alemanas. Dichas armas no sólo fueron empleadas contra la población civil de Darfur, sino que también pueden haber costado la vida de integrantes del proyecto Ayuda al Desarrollo –en gran cantidad, alemanes voluntarios de ese servicio civil– y a soldados de las misiones de paz. Se señala en la protesta del instituto citado que dichas armas alemanas fabricadas en Irán han sido vendidas ya a Arabia Saudita, a Pakistán y a otros países. Es decir, explica, “a países con una comprensión problemática de lo que significan los derechos humanos”. Con esto se fundamenta un peligro inimaginable que puede provocar la reexportación de armas a terceros países, sin control alguno.
Pienso mientras vuelo sobre el océano en viaje de regreso: cómo Alemania, que en un cuarto de siglo tuvo dos guerras, que perdió a millones de jóvenes en los frentes, que vio caer a miles de mujeres y niños en los bombardeos a sus ciudades, puede ganar dinero al vender armas o dar licencias por ellas. ¿No ha aprendido nada? ¿No respeta ni siquiera a sus muertos? ¿Cómo un gobierno de coalición demócrata-cristiana y socialdemócrata usa esos términos: democracia, cristianismo y socialismo para luego ganar divisas vendiendo armas a los pueblos del Tercer Mundo? Los diarios titularon: “Armas alemanas en Darfur”. El título lo dice todo: ganar dinero con la muerte en el país más pobre de la Tierra.

Cuando llego a Buenos Aires leo la masacre que el estudiante Tim Kretschmer cometió en Winnenden. Dieciséis personas muertas a tiro limpio. Su padre tenía dieciséis armas de fuego en su casa. Su gobierno vende armas soslayando el Criterio 7 del código de conducta de los Estados europeos referido el peligro de “la incontrolable reexportación de armas a terceros países”. El adolescente aprendió lo que permite su sociedad.
Pero el viaje fue acompañado por otra información que ya llegó a demostrarme lo que es la obscenidad del mundo que nos toca vivir: el remate en Nueva York de las sandalias, los anteojitos y una taza con plato del mahatma Gandhi, que fue comprado nada menos que por un multimillonario de Baandalore, la India, por 1,8 millón de dólares. Esas humildes pertenencias del hombre de la paz y el voto de pobreza se vendieron por millones y millones de dólares. Y el que los compró es nada menos que el rey de la superficialidad. Se llama Vijay Mallya y le gusta llamarse el “rey del placer”. A él le pertenece al más grande negocio de licores, la productora de cerveza Kingfisher, una empresa aérea y el stud de coches de carrera de Fórmula 1 Force India. Posee el yate más grande de todos los millonarios, que se llama “Indian Express”, donde le gusta fotografiarse con jóvenes bellas de todos los países. Bueno, basta. El compró la humildísima herencia del mahatma Gandhi. Claro, por supuesto, dijo que iba a donar esos efectos a un museo de su país. Pero esto no vale para explicar la máxima humillación hacia ese hombre que todos amamos en nuestra adolescencia: mahatma Gandhi, el ejemplo inmortal de la bondad y el renunciamiento a todo lujo. La obscenidad, la banalidad de un mundo que compra y vende todo. Mahatma Gandhi, Vijay Mallys. El multimillonario compra las sandalias de Gandhi. Roberto Arlt hubiera escrito un libro genial con este tema.
Llego a Buenos Aires y me vienen ecos de lo que había ocurrido en El Bolsón, una de esas regiones patagónicas que viví en mi juventud y que siento como si siguieran esperándome. A algunos kilómetros de allí me tocó, hace ya medio siglo, defender como periodista a un plantador de nogales que había sido atacado por los representantes de los latifundistas de la región, apoyados por la policía local, que destrozaron todos sus plantíos y lo pusieron preso. Por defenderlo, en mi periódico La Chispa, fui expulsado de esa región, donde yo vivía con mi mujer y mis cuatro hijos, por la Gendarmería nacional acusado de que yo conspiraba contra la seguridad.
Ahora había ocurrido algo parecido. Pese a que había pasado tanto tiempo de mi experiencia, volví a sentir la misma tristeza e impotencia. Siempre ganan los así llamados dueños. Recibí la información de Radio Nacional de Bariloche por su periodista, Leonardo Jalil. Y esto fue corroborado por la delegación Río Negro del Instituto Nacional contra la Discriminación y la Xenofobia, el INADI. Donde se señala que entidades ambientalistas, vecinales y sociales de Bariloche organizaron una marcha hacia la entrada de la estancia Lago Escondido para reclamar el libre acceso a las costas públicas de ríos y lagos de la Patagonia y contra la extranjerización de la tierra. Esa estancia es propiedad del acaudalado inglés Joe Lewis. Pero la caravana de vecinos, absolutamente pacífica, fue detenida unos kilómetros antes de llegar al lugar y expulsada violentamente por un grupo integrado por el intendente de El Bolsón, del Partido Provincial Rionegrino, por el administrador de la estancia Lago Escondido, Nicholas van Ditmar (que a su vez es un poderoso empresario de negocios inmobiliarios), por el concejal Miguel Angel Gotta y unas cien personas autodenominadas “Amigos de Joe Lewis”, armadas con palos. El INADI los calificó como “una banda parapolicial”. La situación fue muy violenta, ya que los autotitulados defensores de Lewis propinaron trompadas, empujones, palazos y amenazas de muerte a la gente, sin compadecerse de los niños y mujeres. Al periodista de Radio Nacional le arrebataron la cámara fotográfica y le abollaron el auto, al que trataron de volcar a pesar de que había niños adentro. A otro periodista le pegaron una trompada en el estómago cuando trataba de entrevistar al intendente Romera. La violencia fue en aumento mientras la policía de Río Negro establecía una especie de “zona liberada” y permitía que los vecinos fueran atacados con palos por los civiles, sin intervenir. Los atacantes llevaban carteles que decían “Gracias Joe”. La vocera de la estancia Lago Argentino, Dalila Pinacho, en un comunicado le echó la culpa a Pino Solanas, a la CTA de Neuquén y a Radio Nacional Bariloche como “autores ideológicos” de la manifestación de vecinos.
El grupo defensor del medio ambiente y de la libertad de acceso a ríos y lagos debió volver, golpeado y amenazado, a Bariloche. Un caso más en que la razón la tienen los dueños de la tierra y no aquellos que sostienen los derechos indiscutibles del acceso al paisaje y del cuidado de la naturaleza. Esperemos que la Justicia esta vez intervenga para defender los derechos de los argentinos a su tierra.
Pero mi regreso a la Argentina me deparó también un buen momento. Me fue entregado el libro Baldosas por la Memoria, obra de los Barrios por la Memoria y Justicia, editada por el Instituto Espacio para la Memoria. Sí, baldosas. Los representantes de los barrios ponen baldosas en los veredas de las casas donde nacieron, vivieron, estudiaron o fueron secuestrados los miles de jóvenes desaparecidos durante la dictadura militar. Allí, en baldosas, se ponen sus nombres y la fecha de su desaparición. Estarán presentes para siempre. Nadie podrá pasar por allí sin detenerse y pensar sobre el ideal de esos jóvenes y sus sueños. El libro consta del listado de los desaparecidos, barrio por barrio, sus biografías y sus retratos. Me detengo ante el retrato de Silvio Frondizi, profesor universitario y defensor de presos políticos, que fue secuestrado hace 32 años por las Tres A en el barrio de Almagro y luego asesinado en Ezeiza junto a su yerno Luis Angel Mendiburu. Un año y medio después de su asesinato, la dictadura militar ordenó allanar el domicilio de Silvio y destruir su biblioteca. Así comenzó la muerte a rondar por las calles de Buenos Aires. Al colocar la baldosa en Almagro, un vecino dijo: “Los vecinos de Almagro deseamos cambiar el sentido de las marcas de la muerte por las huellas de los pasos de la vida”.
Desde la última página del libro nos mira Eduardo Adolfo Tejedor, maestro de la escuela primaria de Cabrera 3482. También era trabajador social. Tenía 27 años y era amante de la música clásica, la pintura y, señalan los testigos, tenía una “pluma envidiable”. Pero su mayor deseo era practicar el oficio de “enseñar-aprender”. Fue secuestrado el 3 de mayo de 1978 por una partida del ejército y, desde entonces, está desaparecido.
Cierro el libro. En contratapa avanza una manifestación que lleva adelante un cartel: “Coordinadora Barrios por la Memoria y la Justicia”. Un libro, igual que las baldosas, para iniciar una senda hacia el camino a una sociedad de la dignidad. Para lograrlo, la memoria, el no olvidar. La baldosa.

Osvaldo Bayer

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