El original y la copia

Para la Concertación el triunfo de la derecha (en realidad, de su variante más virulenta: la pinochetista) en las elecciones presidenciales chilenas podría considerarse como un ejemplo más de una “crónica de una muerte anunciada.” La progresiva asimilación del legado ideológico de la dictadura militar por los principales cuadros de la alianza democristiana-socialista hizo que la diferenciación entre la Concertación y los herederos políticos del régimen militar: Renovación Nacional (su ala “moderada”, si es que un “pinochetismo moderado” puede ser otra cosa que un oxímoron) y la Unión Demócrata Independiente, sus batallones más cavernícolas, fuera desvaneciéndose hasta tornarse imperceptibles para el electorado. Fernando Henrique Cardoso -mejor sociólogo que presidente- gustaba repetir a sus alumnos que “a la larga, los pueblos siempre van a preferir el original a la copia.” Y tenía razón. En este caso, el original era el pinochetismo y su heredero: Sebastián Piñera; la Concertación y su inverosímil candidato, la copia.
¿Constituye esto una injusta exageración? Para nada. Oigamos lo que decía Alejandro Foxley, quien entre 1990 y 1994 se desempeñó como Ministro de Hacienda del gobierno de Patricio Aylwin, ni bien inaugurada la “transición democrática”. En ese cargo Foxley se esmeró en preservar y profundizar el rumbo económico impreso por la dictadura. Senador por la Democracia Cristiana entre 1998 y 2006 y Ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Michelle Bachelet entre el 2006 y el 2009, toda su actuación pública estuvo marcada por una incondicional sumisión a las orientaciones establecidas por Washington y sus representantes locales en Chile.
Este altísimo personero de la Concertación declaraba en Mayo de 2000 que “Pinochet realizó una transformación, sobre todo en la economía chilena, la más importante que ha habido en este siglo. Tuvo el mérito de anticiparse al proceso de globalización... Hay que reconocer su capacidad visionaria (para) abrir la economía al mundo, descentralizar, desregular, etc. Es una contribución histórica que va perdurar por muchas décadas en Chile... Además, ha pasado el test de lo que significa hacer historia, pues terminó cambiando el modo de vida de todos los chilenos para bien, no para mal. Eso es lo que yo creo, y eso sitúa a Pinochet en la historia de Chile en un alto lugar” [1]. ¡Pinochet visionario, Pinochet creador del Chile moderno, Pinochet cambiando a Chile, para bien! Los horrores del pinochetismo con su secuela de miles de muertos, desaparecidos, torturados, asesinados, las libertades conculcadas, el terrorismo de Estado y la violación sistemática de los derechos humanos: todo es mañosamente invisibilizado en la sofistería del tecnócrata “progresista”.
Con dirigencias que sostenían un discurso como éste (que muchos compartían si bien pocos se atrevían a manifestar con tanto descaro) y con políticos que, en muchos casos, fueron abiertamente golpistas y facilitadores del zarpazo que perpetraría Pinochet en 1973 (cosa que algunos parecen haber olvidado), ¿podía la Concertación ser creíble como una alternativa superadora del pinochetismo? En realidad, lo que habría que encontrar es la razón por la cual la ciudadanía chilena no se decidió mucho antes a sustituir la copia por el original.
Pero la continuidad entre el pinochetismo y sus sucesores “democráticos” no se verifica sólo en la admiración, abierta o vergonzante, por la obra y el legado histórico de Pinochet. También se demuestra en las políticas económicas “pro mercado” y “pro inversión” (y, por lo tanto, “antijusticia y antiequidad”) implementadas por la Concertación a lo largo de dos décadas y en el supersticioso respeto por la Constitución de 1980, una obra maestra del autoritarismo y formidable barrera contra cualquier pretensión seria de democratizar la vida política chilena. En sus treinta años de vida ese cuerpo constitucional sólo experimentó reformas marginales, la más importante de las cuales fue la reducción del mandato presidencial a cuatro años y la imposibilidad de una inmediata reelección. Pero la camisa de fuerza que esclerotizó un sistema partidario que en las elecciones del pasado domingo terminó de morir, el régimen binominal, permaneció incólume al igual que las escandalosas prerrogativas de unas fuerzas armadas que, aún hoy, distan mucho de estar supeditadas al poder civil [2]. Esa Constitución hace que Chile incurra en un exorbitante gasto militar, varias veces superior, por ejemplo, al de Venezuela, cuya cuantía desvela los sueños de la Secretaria de Estado Hillary Clinton.
Con el triunfo de Piñera el sistema partidario urdido por el régimen pinochetista fue herido de muerte. La implosión de la Concertación parece ser su destino inexorable, y con ello el fin de su espurio bipartidismo. Una parte importante de la democracia cristiana se acercará al nuevo gobierno mientras que otro sector procurará encontrar un difícil y poco promisorio camino propio. No muy diferentes son las perspectivas que enfrenta el socialismo chileno, escindido entre un sector mayoritario que se adhirió sin reservas al neoliberalismo y otro, muy minoritario, que aún conserva una cierta fidelidad al noble legado de Salvador Allende, que debe de estar revolcándose en su tumba al ver lo que hicieron sus supuestos herederos políticos. El futuro del PS no parece muy distinto del que tuvo en su momento el Partido Radical chileno, poderoso en los años treinta y cuarenta para luego languidecer hasta su completa irrelevancia. Veinte años de gobiernos “progresistas” no fueron suficientes para consolidar un bloque histórico alternativo, pero lograron unificar a una derecha que ahora se enseñorea de la vida política del país, completando exitosamente un tránsito desde el predominio económico-financiero -fomentado por las políticas económicas de sus predecesores en La Moneda- hacia la preeminencia política.
La supremacía derechista se verá facilitada por la descomposición del polo del “centro izquierda” y su atomización en varios partidos, ninguno de los cuales, al menos hoy, tendría condiciones de desafiar la hegemonía de la derecha. Queda por ver de qué forma reaccionará el heterogéneo espacio político que se encolumnó tras la candidatura de Marco Enríquez Ominami, cuyo desempeño en la primera vuelta electoral barrió con todos los pronósticos alcanzando un notable 21 por ciento de los votos, principalmente de los jóvenes. Un dato nada menor que habla con elocuencia de la frustración ciudadana es el desinterés por la política de los jóvenes: se calcula que unos tres millones y medio de ellos no se registraron para votar, desalentados por la despolitización que la Concertación promovía en la gestión de los asuntos públicos. De haberlo hecho, los resultados del pasado domingo bien podrían haber sido diferentes, pero esto ya es un ejercicio contrafactual que no viene al caso proseguir aquí. A guisa de ejemplo: en el rico distrito de Las Condes se registró para votar algo más del cincuenta por ciento de los jóvenes entre 18 y 19 años. En cambio, en la comuna obrera de La Pintana sólo 300 de los más de 8.000 jóvenes que allí viven hicieron lo propio, es decir, poco más del 3 por ciento. En resumen: Chile tiene un electorado envejecido, cada vez más conservador, con pocos jóvenes que, además, sobrerepresentan a los sectores más acomodados de la sociedad chilena [3].
La derrota de la Concertación pone de manifiesto los límites del llamado “progresismo”, una suerte de tercera vía que habiendo fracasado estruendosamente en Europa –sobre todo en el Reino Unido y Alemania- procuró, sin éxito, tener mejor suerte en América Latina. Lo que caracteriza a los gobiernos de ese signo político es su incondicional sometimiento a las fuerzas del mercado y la debilidad de su vocación reformista, carente de la osadía necesaria para traspasar las fronteras trazadas por el capitalismo neoliberal. Una de las claves para entender las desventuras electorales del centro izquierda en esta parte del mundo la ofrece la dispar fortuna que la separa de los gobiernos que emprendieron con decisión el camino de las reformas -sociales, económicas e institucionales- como Venezuela, Bolivia y Ecuador. Mientras que éstos parecen ser máquinas imparables de ganar elecciones por cifras abrumadoras, en Chile el progresismo ha sido derrotado al paso que en la Argentina y Brasil se enfrenta a la eventualidad de ser desalojado del poder en los próximos recambios presidenciales. Conclusión: si un gobierno quiere ser ratificado en las urnas el camino más seguro es avanzar sin dilaciones ni titubeos por el camino de las reformas y, de ese modo, cristalizar una base social de apoyo popular que le permita triunfar en las contiendas electorales. Quienes no estén dispuestos a seguir este curso de acción pavimentan con su claudicación el camino para la restauración de la derecha.
Una última consideración: la derrota de la Concertación gravitará y mucho en el escenario sudamericano. Las cosas se pondrán más difíciles para los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Ecuador y Cuba; la ampliación del MERCOSUR con la plena incorporación de Venezuela sufrirá renovados tropiezos, si bien no de manera directa puesto que Chile no es miembro pleno de ese acuerdo; y con el triunfo de Piñera el bloque derechista controla, con la honrosa excepción del Ecuador, todo el flanco del Pacífico latinoamericano. Además, el “efecto demostración” del desenlace electoral chileno podría llegar a ejercer un cierto (y negativo) influjo sobre las elecciones presidenciales de octubre de 2010 en Brasil y las que tendrán lugar el año siguiente en Argentina, en ambos casos dando pábulos a los candidatos de la derecha.
Por otra parte, la belicista contraofensiva imperial de Estados Unidos (Cuarta Flota, bases militares en Colombia, golpe en Honduras, reconocimiento de las fraudulentas elecciones de ese país, etcétera) contará a partir de marzo con un nuevo aliado, liberado de cualquier compromiso, aunque sea retórico, con el proyecto emancipatorio latinoamericano. Hay que recordar que aún bajo los gobiernos “progres” de la Concertación el papel que éstos desempeñaron fue siempre el de un operador privilegiado de Washington en América del Sur . En la Cumbre de Mar del Plata que culminó con el naufragio del ALCA las voces cantantes a favor de ese acuerdo fueron las de Ricardo Lagos y Vicente Fox, bajo la complacida mirada de George W. Bush. Ahora esa tendencia “aislacionista” -y, en el fondo, antilatinoamericana- se acentuará aún más, revirtiendo una profunda vocación latinoamericana que Chile supo tener y que bajo la presidencia de Salvador Allende llegó a su apogeo. Pero ese país ha cambiado, “para bien” como lo recordaba el ex Canciller de la Concertación y hoy es el verdadero campeón del neoliberalismo, título ganado entre otras cosas mediante la firma de tratados bilaterales de libre comercio que regulan sus relaciones económicas con más de 70 países.
Desde la época de la dictadura militar el desdén de La Moneda por América Latina ha sido proverbial y continúa hasta el día de hoy. Una muestra rotunda de este desinterés la brinda el hecho de que Chile prefiere importar petróleo desde Nigeria antes que hacerlo desde Venezuela o llegar a un acuerdo con Bolivia. Hace apenas un par de días Sebastián Edwards, uno de los publicistas del neoliberalismo latinoamericano y seguramente futuro consultor del nuevo gobierno, ratificaba la vigencia de la doctrina pinochetista diciendo que “económicamente nuestro futuro está en el mundo y no en América Latina. Debemos dejar de compararnos con nuestros vecinos. América Latina es nuestra geografía; nuestras aspiraciones deben ser llegar a ser como los países de la OCDE” [4]. Por eso los necesarios procesos de integración supranacional actualmente en marcha en América Latina -desde el MERCOSUR hasta la UNASUR, pasando por el Banco del Sur y otras iniciativas semejantes que el imperio invariablemente se ha esmerado en postergar o desbaratar- no habrán de cobrar nuevos bríos con Piñera instalado en La Moneda.
Con Frei las cosas no hubieran sido muy diferentes, pero al menos éste tenía un vago compromiso con el electorado que en el caso de su contendiente no existe. Lo que hay detrás de Piñera, en cambio, es la rabiosa gritería de sus partidarios celebrando la victoria de su candidato con imágenes y bustos de Pinochet y cánticos exhortando a acabar de una buena vez con los “comunistas” infiltrados en el gobierno de la Concertación. Nada nuevo bajo el sol. La década no podía haber comenzado peor. Más que nunca en tiempos como estos adquiere vigencia, para quienes quieren cambiar un mundo que se ha vuelto insoportable y no solo insostenible, aquel sabio consejo de Gramsci: “pesimismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad”.

Atilio A. Borón

[1] Cf. Cosas, 5 de Mayo del 2000. Reproducido en Marcos Roitman Rosenmann, Pensar América Latina. El Desarrollo de la sociología latinoamericana (Buenos Aires : CLACSO, 2008)
[2] Sobre el carácter eternamente inconcluso de las transiciones democráticas en América Latina remitimos al lector a nuestro Aristóteles en Macondo. Notas sobre el fetichismo democrático en América Latina (Córdoba: Ediciones Espartaco, 2009)
[3] Ver “ El espejismo del voto voluntario”, que Qué pasa?, http://www.quepasa.cl/articulo/19_1944_9_2.html
En ese mismo reporte se consigna que “los investigadores chilenos Alejandro Corvalán y Paulo Cox concluyen que la proporción de jóvenes chilenos del quintil más pobre, entre 18 y 19 años, que se inscribe en los registros electorales, es la mitad de la que lo hace en el quintil más rico.”
[4] Cf. El Mercurio, Martes 19 de Enero de 2010, p. B-14.

 

Los 'progres' lo hicieron: volvió el pinochetismo

Lo más importante del retorno electoral del pinochetismo a Chile ha sido el caradurismo político con que fue recibido por los ‘demócratas’ y ‘nacionales’ del continente. ‘Tudo bem’, coincidieron: Chile es una democracia, Piñera ganó limpio; dentro de cuatro años se vota de nuevo.
Los mismos ‘progres’ y ‘nacionales’ que hostigan, desde su monopolio de los medios, a la izquierda revolucionaria porque no sabría distinguir entre ‘restauración conservadora’ y ‘revolución nacional’, o entre ‘progres’ y derechistas; esta misma gente reacciona con espléndida indiferencia ante el retorno nada menos que del pinochetismo, luego de dos décadas de gobierno centro-izquierdista. Piñera no ganó por una complicidad de extremismos con la izquierda revolucionaria (que en Chile simplemente no existe), sino por el servicio que le han prestado estos mismos ‘progresistas’ con una gestión de gobierno reaccionaria. La indiferencia ‘nacional y popular’ ante la victoria pinochetista pone de manifiesto los vínculos de clase que existen entre ellos –no en vano dominan, en ambas partes, los banqueros, los explotadores, los especuladores, que se han servido tanto de las dictaduras militares como de las democracias. La Concertación gozó del apoyo inamovible de la burocracia sindical de la CUT, incluso cuando el régimen electoral chileno excluía al partido comunista del parlamento.
Entre los ‘progres’ y ‘nacionales’ aún está vigente la tesis de que Allende fue derrocado por una provocación de ‘la ultraizquierda’, pero hoy ya no tienen ese pretexto. Al igual que en el pasado, la reacción derechista triunfó por la incapacidad del ‘progresismo’ para movilizar a las masas y por sus propios lazos: en 1973 con el golpismo, ahora con la derecha. La caída de Allende no fue responsabilidad de ‘la ultraizquierda’, que no fue la que nombró al Pinocho como ministro de Defensa y comandante en jefe, sino por el desarme compulsivo, ejecutado por la Unidad Popular, de los trabajadores dispuestos a defender el gobierno que habían elegido. En lugar de mirar para otro lado, los bolivarianos y nac & pop de América del Sur deberían convocarse en una asamblea general de emergencia.
Los pinochos volvieron al gobierno porque nunca fueron desalojados de las estructuras sociales y políticas dejadas por la dictadura pinochetista. Esto en primer lugar, como se acostumbra a decir en Estados Unidos. Piñera empezó robando en los desfalcos de los ‘80, pero llegó a los mil y pico de millones de dólares de patrimonio y al control de empresas claves bajo la ‘democracia’. El pinochetismo, como en España el franquismo, dejó bien atada su continuidad con una Constitución que los concertadores no quisieron anular –porque prometieron ser los continuadores del régimen. En este marco se desarrolló el entrelazamiento social y económico entre ‘progres’ y pinochos: el asesor económico del ‘concertador’ disidente, Enriquez Ominani (que sacó el 20% de los votos en la primera vuelta), se pasó en el segundo tu! rno a Piñera, porque gran parte de los planteos económicos de uno y otro son similares. Ahora Piñera promete hacer ‘la gran Sarkozy’, o sea llevarse como ministros a figuras destacadas de la Concertación.
Como dijo Piñera, “la guerra fría quedó atrás” –las víctimas del pinochetismo fueron sus ‘daños colaterales’. La Concertación, ciertamente, entrará en una licuadora, pero el mismo Partido Socialista ingresará ahora en un período de crisis, como le ocurría en los viejos buenos tiempos. En Chile no se desarrolló una oposición política de contenido revolucionario; aún domina la tesis de apoyar el mal menor, que plantea el partido comunista y su coalición Podemos. Para las elecciones recientes negoció, con la Concertación, el desistimiento de algunos candidatos del PS para poder introducir parlamentarios propios.
No conocemos todavía la discriminación social y política de la votación, pero es seguro que el margen de votos que dio la victoria a Piñera salió del electorado democristiano. La DC se encuentra en un proceso de disgregación que es anterior a la derrota de su candidata ante Bachelet en las internas de la Concertación hace cuatro años. Un ala importante de la Democracia Cristiana propugnaba la alianza con el sector menos recalcitrante del pinochetismo –como se le atribuye a Piñera, quizá porque apoya el matrimonio gay (como Macri). Esta tendencia disolvente se profundizó a pesar de que, en esta ocasión, la Concertación sí llevaba a un candidato de su partido, Frei –un compromiso que no conformó a nadie. En resumen, la Concertación prefirió consumirse en su propia descomposición, incluso si esto aumentaba la! s chances de la derecha; esto vale en especial para el PS. Después de todo, los Piñera son un mal menor para ellos.
Una noticia muy difundida, el éxito económico de Chile y su capacidad para enfrentar la crisis mundial, oscurece la interpretación del resultado electoral. La cosa cambia cuando se ponen los datos al derecho: Chile fue el país más golpeado por la crisis, después de México, con una caída del 5% del PBI y una tasa de desocupación y subocupación del 15 al 20%. La derrota del gobierno es una expresión de esta realidad económica.
‘Empresario exitoso’, Piñera viene con un paquete de privatizaciones ‘grosso’; en primer lugar, de la estatal Codelco. El argumento es terminar con la corrupción; la realidad es que el desarrollo impresionante de los monopolios mineros, debido a la demanda de China, ha dejado a Codelco en inferioridad de condiciones para renovarse. La minera estatal brasileña Vale do Rio Doce ya ingresó en las mieles privatizadoras. La exigencia de China de que se bajen los precios de los minerales mete presión. Junto a la privatización de Codelco, Piñera promete aumentar las regalías que se cobran a los privados: un palazo de cal y una cucharita de arena.
La privatización de Codelco deberá superar la resistencia de las fuerzas armadas, que tienen una caja legal en la empresa y, por sobre todo, de los obreros mineros.
Bien entendida, la victoria de los pinochetistas no es el retorno del pinochetismo. La diferencia es de régimen político. La misma crisis mundial que los puso arriba, en poco tiempo los empujará abajo. Pero esto no exime de responsabilidad a los ‘progres’ y sus corifeos. El apoyo al mal menor conduce siempre, en última instancia, a la victoria del mal mayor. Es necesario construir una oposición socialista y revolucionaria sistemática.

Jorge Altamira

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