Crónica de un día sobre el Puente Pueyrredón

 

Y sí, allí estaba yo. Allí, con mis compañeros, conocidos y desconocidos compañeros de ruta. Y de lucha.

Todos afectos, luces en mi alma.

Miles y miles de ellos.

Todos luchando por su dignidad. La nuestra, la de todos.

En frente, cientos de cuerpos enfundados de uniforme, metralla, obediencia al odio, a la mediocridad, a la injusticia; protegidos y pertrechados contra y para la guerra, decididos, determinados a no dejar pasar a aquellos cuya peligrosidad para el poder era... pedir justicia, paz, pan, trabajo, igualdad. Tener, ya no sólo presente, sino al menos futuro.

¿Cómo explicarle al resto de la gente, hermanos de esta tierra que ignoran o temen o desdeñan lo que hacemos, que nuestra gesta los atañe, que lo hacemos también por ellos? ¿Cómo definir la infinitud de sensaciones, de sentimientos, frustraciones que salen de los cuerpos y desembocan en las calles, en las rutas, en ese puente? ¿Cómo expresar la angustiante necesidad, la impotencia rebelada, los años, los siglos de miseria impuesta, de olvido interesado, de niños iletrados, de niños de la calle, de niños condenados al hambre y a la peor de las muertes: la del abandono? ¿Cómo llegar a ellos para decirles simplemente que no damos más, que los necesitamos y que nos necesitan, porque por el camino que nos llevan más temprano que tarde a todos les pasará lo que a nosotros? ¿Cómo hacer para que se abran los ojos, para que vean que nuestra furia es mansedumbre explotada, es grito que quiere liberarse de tanta opresión, tanta marginación?

Allí estaba yo, arriba del Puente, con mis entrañables compañeros, y ya no era yo: éramos nosotros. El calor nos agobiaba, las horas intentaban aplastarnos de a poco; la policía, la gendarmería, la prefectura nos intimidaban y agredían, brazos armados de los buitres que nos explotan y a los cuales les cuidan los privilegios. Sin embargo y por eso, allí seguíamos, y no pensábamos ni un instante en retirarnos, porque en ese trágico escenario estaba representado todo por lo que luchábamos, y contra lo que luchábamos.

El puente era nuestro, porque es del pueblo. La libertad de cruzarlo también, porque es de todos la libertad de transitar por nuestras tierras. Manifestar nuestro dolor es nuestro derecho, porque nos lo han provocado. Cambiar la realidad que nos sumerge y nos hace sobrevivir o sufrir en vez de gozar la vida también, porque nos corresponde la riqueza y el bienestar que producimos.

Y no que los disfruten unos pocos.

Si nos hubiéramos ido, si nos hubiéramos retirado, habrían ganado los que siembran el hambre, la miseria, la ignorancia, para enriquecerse ellos, para llevarse lo que es nuestro.

Pero no nos fuimos. Nos quedamos. Y le hicimos ver a los poderosos que estamos dispuestos a cambiar la realidad. Que nada, NADA, es más poderoso que un pueblo unido defendiendo sus intereses.

Los pies de barro están tambaleando, amigos, y aquella tarde trastabillaron y cedieron.

¡Sí, tuvieron que hincarse ante la justicia!

La orden vino del “arriba” del barro saqueador: Déjenlos pasar.

Y los guardianes del odio y la inequidad bajaron sus fusiles, bajaron sus cascos, bajaron sus ojos. Tuvieron que correrse, y dejaron paso a la dignidad.

¿Cómo describir, otra vez, el orgullo de haber contribuido con un granito de arena a la construcción de un hecho justiciero, fundacional, un acto ejemplo?

El dique hecho de estiércol comenzaba a desmoronarse con más fuerza aún, y nosotros, ríos de luces de agua cristalina hechos gente-compañeros, éramos los agentes portadores de la purificación tan necesaria e imprescindible.

Bajamos el puente a la pequeña pero gran victoria, y allí nos esperaban otros compañeros solidarios en la vigilia; y al juntarse, al unirse las columnas, la emoción nos sacudió de nuevo, explotó esta vez con más fuerza, pues toda la tensión contenida estalló por los aires transformándose en alegría y fraternidad.

Y de nuevo... contar ese momento... ¿qué palabras, que idioma no creado utilizar para expresar el sentimiento?

Una bocanada de aire fresco ante tanto ahogo, una lucecita ante tanta sombra.

Tanta hidalguía en medio de la más abyecta pudrición.

Era el triunfo –pequeño triunfo- de los marginados, de los olvidados, de los que sufren los días de la vida.

El triunfo del oprimido sobre el opresor

Semejante sentimiento se concentró en mi garganta y quiso salir por los ojos, por la nariz, coartó mi voz, apenas temblorosa.

Le habíamos quebrado el brazo a la mugre, y, aunque sabíamos que sólo era un pequeño paso, nada nos quitó la sonrisa de los rostros.

 

Y bien, al fin enfilamos hacia la Plaza

 

Y hacia el horizonte, un poco más cercano, de la libertad.

 

 

 

Gustavo Robles