Las Cruzadas

1. Introducción


Son diversas las interpretaciones que se le ha dado a lo largo del siglo XX al fenómeno de las Cruzadas. La historiografía stalinista ha insistido durante décadas en el carácter meramente material de las Cruzadas. Según Mijaíl Zaborov, los cruzados sólo se desplazaron a Oriente Próximo movidos por el deseo de obtener beneficios económicos que, fundamentalmente, se tradujeran en la posesión de tierras y en el aumento de bienestar material; el elemento espiritual simplemente proporcionaba la excusa perfecta.
Una visión para nosotros más cercana a la realidad es la que admite la fuerte influencia del fanatismo religioso -se toma como un dato histórico-, para que se produzca el comienzo de las Cruzadas, pero que no ve a los caballeros cruzados como unos santos, sino todo lo contrario, ya que aquellas expediciones no sólo les aseguraban la garantía de ganancias materiales, sino también espirituales: la absolución de todos sus pecados y la salvación eterna, para lo cual, paradójicamente,  se utilizaron    las metodologías más crueles, ruines y sanguinarias de las que se tenga memoria.

2. La caída de Jerusalén

En 1076 los turcos selyúcidas (llamados así por su mítico líder Selyuk) conquistaron Jerusalén, después de conseguir todas las ciudades del Mediterráneo Oriental y la mayor parte de Asia Menor. Hasta el momento estos territorios pertenecían al Imperio Bizantino, cuya capital, Constantinopla, se erigía como la ciudad más próspera y poderosa del mundo conocido.
El 1081, tras una sucesión desafortunada de monarcas poco capaces, sube al trono bizantino el general Alejo Comneno, que decide hacer frente a la amenaza turca. Pero para ello necesitaba la ayuda de Occidente, que contaba con un ejército mercenario muy capaz.
Alejo envía emisarios para hablar con el Papa Urbano II y pedirle su intercesión en el reclutamiento de los mercenarios, a pesar de que las ramas occidental y oriental de la cristiandad habían roto relaciones en 1054. Era, pues, un buen momento para lograr la reunificación de la iglesia ortodoxa griega con la romana.
El mundo Oriental no fue el único que se estremeció ante la invasión de los selyúcidas: la caída de la Ciudad Santa del cristianismo conmocionó a los estados europeos, que empezaron a temer que los turcos hicieran desaparecer su religión.
Empezaron a llegar a Europa numerosos rumores acerca de torturas y otros horrores cometidos contra peregrinos en Jerusalén por las autoridades turcas. También se decía que los Lugares Santos estaban en peligro, lo que era falso. Los Lugares Santos para los cristianos también lo eran para los musulmanes que los ocupaban desde el año 638. A diferencia de los cristianos, que eran completamente intolerantes con las otras creencias religiosas, los musulmanes en general toleraban a los cristianos y las otras creencias, siempre que no causaran problemas. En Tierra Santa los cristianos convivían con musulmanes y judíos, y a los peregrinos se les permitía la visita a los Lugares Santos tras el pago de un impuesto. Mahoma hacía referencia a los cristianos como "el pueblo del Libro" y, por lo tanto, "más cerca de los creyentes". El historiador Ibn al-Atir, basándose en testimonios dejados por los contemporáneos, describía la situación de los ciudadanos cristianos de la ciudad de Antioquia ante el peligro de las Cruzadas:
"Cuando al señor de Antioquia, Yaghi Siyan, los informaron de que se acercaban los frany [palabra con la que los musulmanes designaban a los occidentales], temió un movimiento de sedición por parte de los cristianos de la ciudad, por tanto, decidió expulsarlos.
El primer día, Yaghi Siyan ordenó a los musulmanes que salieran a limpiar los pozos que rodean la ciudad. Al día siguiente, para efectuar el mismo trabajo, envió sólo a los cristianos. Les hizo trabajar hasta la caída de la tarde y, cuando quisieron volver a la ciudad, se lo impidió diciendo: `Antioquía es vuestra, pero tenéis que dejármela hasta que haya solucionado nuestros problemas con los frany´. Le preguntaron: `¿Quién protegerá a nuestros hijos y a nuestras mujeres?´. El emir contestó: `Yo me ocuparé de ellos en vuestro lugar´. Protegió efectivamente a las familias de los expulsados y no permitió que se les tocara ni un pelo de la cabeza". (Los testimonios de Ibn al-Atir y otros cronistas árabes están extraídos del libro Las cruzadas vistas por los árabes, de Amin Maalouf).
En este estado de cosas, Urbano II sondea los ánimos de la gente de Europa y encuentra la mejor predisposición posible para su llamada, ya que los ciudadanos arden de ira por las supuestas atrocidades de los turcos. Aprovecha los sentimientos de los europeos para dos cosas: una, enviarle un ejército a Alejo, y dos, entretener a los nobles con una tarea común para que olvidaran los enfrentamientos internos que estaban desangrando sus países. La Iglesia estaba preocupada desde antiguo por el problema de las "guerras fraternales", de las luchas entre cristianos, y vio en la Cruzada el medio de poner fin -al menos momentáneamente- a los conflictos que sufría la cristiandad. Además, la misión aumentaría el prestigio y la autoridad de la Iglesia y confirmaría el poder de Urbano, amenazado por la aparición de un anti-papa apoyado por el Sacro Emperador Romano Germánico, Enrique IV.


3. El discurso de Urbano

El 27 de noviembre de 1095 Urbano II celebra un concilio en la ciudad de Clermont, que va a aprovechar para que cale su propuesta. El último día pronunció un discurso para una multitud tan gigantesca, que no pudo hacerse dentro de la iglesia, sino afuera de las murallas de la ciudad. Urbano utilizó sus habilidades de gran orador y relató el padecimiento de Jerusalén bajo el yugo turco, cómo sus habitantes cristianos gemían pidiendo ser rescatados, y cómo él tenía la sagrada labor de convocar a los mejores guerreros para liberar la Ciudad Santa.
Según Fulquerio de Chartres, así se desarrolló el discurso:
" `Mis más queridos hermanos: urgido por la necesidad, yo, Urbano, con el permiso de Dios obispo en jefe y prelado de todo el mundo, he venido hasta estos parajes en calidad de embajador, portando una admonición divina a vosotros, servidores de Dios. He guardado la esperanza de encontraros tan fieles y celosos en el servicio del Señor como es de esperarse. Pero si hay alguna deformidad o flaqueza contraria a la ley divina, invocando Su ayuda haré lo más que pueda para erradicarla. Porque el Señor os ha puesto como servidores ante su familia. Felices seréis si os encuentra fieles a vuestro ministerio. Sois llamados pastores, esmeraos por no actuar como siervos. Pero sed buenos pastores, llevad siempre vuestros báculos en las manos. No durmáis, sino que guardéis todo el tiempo al rebaño que se os ha asignado. Porque si por vuestra negligencia viene un lobo y os arrebata una sola oveja, ya no seréis dignos de la recompensa que Dios ha reservado para vosotros. Y después de haber sido flagelados despiadadamente por vuestras faltas, seréis abrumados con las penas del infierno, residencia de muerte. Ya que vosotros habéis sido llamados en el Evangelio la sal de la tierra, pero si faltáis a vuestros deberes, ¿cómo, se preguntarán todos, se podrá salar la tierra? ¡Oh, que tan grande es la necesidad de sal! En todo caso, es necesario que vosotros corrijáis con la sal de la sabiduría a todos aquellos necios que están entregados a los placeres de este mundo, no sea que el Señor, cuando quiera dirigirse a ellos, los encuentre putrefactos en medio de sus pecados apestosos y sin curar. Pues si Él encuentra dentro de ellos gusanos, es decir, pecados, porque vuestra negligencia os impidió asistirlos, Él los declarará como inservibles, merecedores únicamente de ser arrojados al abismo donde se dejan las cosas sucias. Y ya que vosotros no pudisteis evitarle al Señor estas graves pérdidas, seguramente Él os condenará y os apartará de Su dulce presencia. [...] Si queréis ser amigos de Dios, haced de buena gana lo que a Él le place. En particular, debéis dejar que todos los asuntos de la Iglesia re rijan por la Ley de la Iglesia. [...] Mantened a la Iglesia y al clero, en todos sus grados, completamente libres de la influencia del poder secular. Verificad que la parte de la producción de la tierra que le corresponde a Dios sea pagada por todos; que ésta no sea vendida o retenida. Si alguien captura y retiene a un obispo, permitid que se le trate como a un bandido. Si alguien secuestra o roba a monjes, clérigos, monjas, sus sirvientes, peregrinos, o mercaderes, permitid que se le considere anatema (excomulgado). [...]
Vosotros habéis visto el gran desorden que estos crímenes han producido en el mundo. Es tan grave en algunas de vuestras provincias, he oído, y tan débil vuestra administración de justicia, que difícilmente puede uno viajar de día o de noche sin ser atacado por ladrones, y, ya sea que se esté en casa o lejos de ella, siempre se está en peligro de ser despojado bien por la fuerza bien por el fraude. Por tanto, es necesario volver a poner en práctica la tregua, como se le conoce comúnmente, la cual fue instaurada hace ya varios años por nuestros santos padres. Os exhorto y os demando que cada cual se esfuerce para que se cumpla la tregua en su respectiva diócesis. Y si alguno fuese llevado por su arrogancia a romper dicha tregua, por la autoridad de Dios y con el beneplácito de esta asamblea debe ser declarado anatema´.
Después de que éste y otros asuntos fueron atendidos, todos los allí presentes, clérigos y laicos, dieron gracias a Dios y estuvieron de acuerdo con las propuestas del señor Papa. Todos prometieron fielmente cumplir con los decretos. Entonces el señor Papa habló sobre como en otro lugar del mundo la Cristiandad estaba sufriendo a causa de una serie de circunstancias aún mas graves que las ya mencionadas. Él continuó diciendo:
`Aunque, oh hijos de Dios, vosotros habéis prometido más firmemente que nunca mantener la paz entre vosotros y mantener los derechos de la Iglesia, aún queda una importante labor que debéis realizar. Urgidos por la corrección divina, debéis aplicar la fuerza de vuestra rectitud a un asunto que os concierne al igual que a Dios. Puesto que vuestros hermanos que viven en el Oriente requieren urgentemente de vuestra ayuda, y vosotros debéis esmeraros para otorgarles la asistencia que les ha venido siendo prometida hace tanto. Ya que, como habréis oído, los turcos y los árabes los han atacado y han conquistado vastos territorios de la tierra de Romania [el Imperio Bizantino], tan al oeste como la costa del Mediterráneo y el Helesponto, el cual es llamado el Brazo de San Jorge. Han ido ocupando cada vez más y más los territorios cristianos, y los han vencido en siete batallas. Han matado y capturado a muchos, y han destruido las iglesias y han devastado el imperio. Si vosotros, impuramente, permitís que esto continúe sucediendo, los fieles de Dios seguirán siendo atacados cada vez con más dureza. En vista de esto, yo, o más bien, el Señor os designa como heraldos de Cristo para anunciar esto en todas partes y para convencer a gentes de todo rango, infantes y caballeros, ricos y pobres, para asistir prontamente a aquellos cristianos y destruir a esa raza vil que ocupa las tierras de nuestros hermanos. Digo esto para los que están presentes, pero también se aplica a aquéllos ausentes. Más aún, Cristo mismo lo ordena.
Todos aquellos que mueran por el camino, ya sea por mar o por tierra, o en batalla contra los paganos, serán absueltos de todos sus pecados. Eso se los garantizo por medio del poder con el que Dios me ha investido. ¡Oh, terrible desgracia si una raza tan cruel y baja, que adora demonios, conquistara a un pueblo que posee la fe del Dios omnipotente y ha sido glorificada con el nombre de Cristo! ¡Con cuántos reproches nos abrumaría el Señor si no ayudamos a quienes, con nosotros, profesan la fe en Cristo! Hagamos que aquellos que han promovido la guerra entre fieles marchen ahora a combatir contra los infieles y concluyan en victoria una guerra que debió haberse iniciado hace mucho tiempo. Que aquellos que por mucho tiempo han sido forajidos ahora sean caballeros. Que aquellos que han estado peleando con sus hermanos y parientes ahora luchen de manera apropiada contra los bárbaros. Que aquellos que han servido como mercenarios por una pequeña paga ganen ahora la recompensa eterna. Que aquellos que hoy en día se malogran en cuerpo tanto como en alma se dispongan a luchar por un honor doble. ¡Mirad! En este lado estarán los que se lamentan y los pobres, y en este otro, los ricos; en este lado, los enemigos del Señor, y en este otro, sus amigos. Que aquellos que decidan ir no pospongan su viaje, sino que renten sus tierras y reúnan dinero para los gastos; y que, una vez concluido el invierno y llegada la primavera, se pongan en marcha con Dios como su guía´ ".
Tras la magnífica exhortación de Urbano, la multitud prorrumpió en gritos delirantes, exclamando Deus vult! (Dios lo quiere: la consigna necesaria para completar el proceso). Adhemar de la Puy, obispo del lugar, se inclinó ante el Papa y le solicitó que lo reconociera como su primer voluntario. Urbano tomó una cruz de tela roja y se la dio para que la cosiera en sus vestimentas como símbolo de su misión. Inmediatamente, el resto de las personas corrió a por trozos de tela roja hasta agotar las reservas que había en el pueblo. Y luego empezó a ocurrir lo mismo en el resto de Francia, y luego en el resto de Europa. La movilización fue increíble.


4. La Cruzada se pone en marcha

El entusiasmo provocado por estas predicaciones condicionó una especie de éxodo, una fiebre general de tomar la cruz y dirigirse hacia el Este. Todo el mundo deseaba liquidar sus bienes y obtener las provisiones necesarias para el largo viaje. En estas empresas intervinieron dos clases de cruzados: barones y caballeros, nobles segundones a menudo impulsados más por el espíritu de lucro y el deseo de conquista que por el puro ideal, y sus súbditos, lanzados por un auténtico ideal de cruzada pero también por la oportunidad de escapar del yugo feudal y de sus trabajos y ver el mundo. La Cruzada atrajo también a todo tipo de criminales interesados en el botín, las violaciones y los asesinatos por los que además se les daría una recompensa considerable: la absolución de todos sus pecados (para San Bernardo, figura clave en la creación de las órdenes militares religiosas, asesinar a un pagano suponía "ganar la Gloria" porque eso daba "gloria a Cristo").
Otra figura destacada es la de Pedro el Ermitaño, un monje de la región de Flandes (la actual Bélgica). Se dedicó a alborotar al pueblo con la idea de que era el deber de todo cristiano hacer algo para que Jerusalén se librara de la opresión de los infieles. Enardecidos, los campesinos que escucharon sus palabras formaron un andrajoso ejército alrededor de él, tras lo cual decidió emprender la marcha hacia la Ciudad Santa, sin esperar a que se formara el gran ejército cristiano. Después de haber obtenido el apoyo de otros grupos de origen semejante, atravesó Europa hasta Constantinopla. Durante el viaje, Pedro y sus hombres cometieron toda clase de desmanes contra los habitantes de las regiones por las que pasaban: no sólo robaron, sino que incluso masacraron a miles de judíos, considerados enemigos por ser los verdugos de Jesús. Llegado a Asia Menor, el ejército del pueblo saqueó todas las aldeas que encontró a su paso, la mayoría de ellas cristianas. Los musulmanes no muestran especial preocupación hasta que llegan los rumores del carácter despiadado de los frany: se dice que matan cruelmente a los campesinos que intentan resistirse y que incluso queman vivos a niños de corta edad. No podemos concretar si esos hechos ocurrieron realmente; el caso es que sirvió para que los campesinos reaccionaran y emboscaran al ejército de Pedro el Ermitaño en Xerigordon. Sus componentes fueron asesinados o vendidos como esclavos.
Los contingentes cruzados partieron es su mayoría en el verano de 1096. A causa del grave problema del abastecimiento de huestes tan numerosas, los cruzados siguieron itinerarios distintos para reunirse todos en Constantinopla, que alcanzaron el 1097. Tras jurar fidelidad a Alejo Comneno, su primer objetivo militar es la ciudad de Nicea, que es puesta en manos del emperador.


5. El avance de los cruzados

La siguiente ciudad en el punto de mira es la prácticamente inexpugnable Antioquía, en la que consiguen entrar gracias a la traición de uno de sus ciudadanos, un fabricante de corazas llamado Firuz, quien les abre las puertas de la ciudad. Cuando se asientan en la ciudad, un ejército proveniente de Mosul, al mando de un hombre llamado Karbuka, comienza un asedio que llevará al ejército cristiano hasta el límite. En junio de 1098 se produce el milagro para los cruzados, otro episodio de engaño. Ibn al-Atir nos desvela el misterio:
"Entre los frany estaba Bohemundo, el jefe de todos, pero también había un fraile sumamente astuto [Pedro Bartolomé] que les aseguró que en el Kusian, un gran edificio de Antioquía, estaba enterrada la lanza del Mesías, la paz sea con Él [la lanza de Longinos, la que le atravesó el costado; Pedro Bartolomé afirmaba que el apóstol San Andrés se le había aparecido en sueños]. Les dijo: `Si la encontráis, venceréis; si no, la muerte es segura´. Previamente había enterrado una lanza en el suelo del Kusian y había borrado todas las huellas. Les ordenó que ayunaran e hicieran penitencia durante tres días; al cuarto, los mandó entrar en el edificio con sus sirvientes y obreros, que cavaron por doquier y hallaron la lanza. Entonces el fraile exclamó: `¡Regocijaos pues la victoria es segura!´ El quinto día salieron por la puerta de la ciudad en grupos pequeños de cinco o seis. Los musulmanes le dijeron a Karbuka: `Deberíamos ponernos junto a la puerta y matar a todos los que salen. ¡Es fácil puesto que están dispersos!´ Pero éste contestó: `¡No! ¡Esperad a que estén todos fuera y mataremos hasta el último!´."
Lo que no esperaba Karbuka es que tras el hallazgo la moral de los soldados cruzados iba a crecer increíblemente, convencidos de que Dios había enviado a su santo para guiar al pueblo a obtener un símbolo mediante el cual el poder divino estuviera presente entre ellos. Salieron fuera de los muros llenos de un frenesí místico y se arrojaron sobre sus enemigos con una fiereza jamás desplegada. Los más excitados por la situación vieron, en su delirio, al mismísimo ejército celestial, con todos los santos allí presentes, combatiendo a su lado. Pero no fue una victoria en toda regla: por diferencias internas, los componentes del ejército musulmán empiezan a desertar y Karbuka ordena la retirada general a sus tropas, que llegan sanas y salvas a Mosul; en palabras de Ibn al-Atir, "sin haber dado un solo golpe con la espada o la lanza ni arrojado una sola flecha".
A finales de noviembre, miles de guerreros francos se dirigen a la ciudad de Maarat, a tres días de marcha de Antioquía. Durante dos semanas sus habitantes resistes aunque no cuentan con un ejército, pero el 11 de diciembre los francos se abren camino, aunque aún no penetran en la ciudad. Los notables de Maarat se ponen en contacto con Bohemundo, que promete a los habitantes que les perdonará la vida si detienen la lucha y se retiran de ciertos edificios. Confiando en su palabra, las familias pasan la noche agrupadas en sus casas. Al alba llegan los cruzados: "Durante tres días pasaron a la gente a cuchillo, matando a más de cien mil personas y cogiendo a muchos prisioneros". Las cifras de Ibn al-Atir son exageradas, pues probablemente no habría tanta gente en la ciudad, pero no lo es la suerte que corrieron las víctimas. Según el testimonio de un cronista franco, Raúl de Caen, "en Maarat, los nuestros cocían a paganos adultos en las cazuelas, ensartaban a los niños en espetones y se los comían asados". Estas atrocidades serán difundidas a lo largo de los siglos en el mundo musulmán, en cuya literatura épica los frany serán descritos invariablemente como antropófagos. Pero para el mundo occidental la versión será distinta: en una carta oficial al Papa que los jefes cruzados hacen al año siguiente, se dice que "un hambre terrible asaltó al ejército en Maarat y lo puso en la cruel necesidad de alimentarse de los cadáveres de los sarracenos". Pero no parecen muy afectados por esa necesidad cruel, ya que el cronista franco Alberto de Aquisgrán dirá con horror "¡A los nuestros no les repugnaba comerse no sólo a los turcos y a los sarracenos que habían matado sino tampoco a los perros!".
Describir todos los asaltos de los cruzados durante el camino a Jerusalén alargaría demasiado el curso, por lo que nos centraremos en los hechos ocurridos alrededor de la conquista de esta ciudad.


6. La conquista de Jerusalén

Ya se había propagado la noticia en el mundo musulmán de los intereses de los cruzados respecto a la Ciudad Santa. El visir al-Afdal, señor de El Cairo de origen cristiano, intenta que los cruzados se pongan de su lado y les propone una acción conjunta para liberar Jerusalén, que había pertenecido a Egipto durante un siglo. Los cruzados se niegan a llegar a un futuro acuerdo, y piden explicaciones sobre el futuro de la Ciudad Santa. Al-Afdal actúa por cuenta propia y conquista Jerusalén, pero los cruzados no se detienen. El visir consulta a Alejo Comneno, que le confiesa que ya no ejerce control alguno sobre los invasores. Sabiendo la fortaleza del ejército cruzado, le hace nuevas proposiciones par llegar a un acuerdo: además del reparto de Siria, la instauración en Jerusalén de una libertad de culto estrictamente respetada y la posibilidad de que los peregrinos vayan allí cuantas veces lo deseen, siempre y cuando lo hagan en grupos pequeños y sin armas. La respuesta es contundente: "¡Iremos a Jerusalén todos juntos, en orden de combate, con las lanzas en alto!".
El julio de 1099 se inicia el sitio de Jerusalén. Comienzan bombardeando la ciudad, pero ante su resistencia, los clérigos recuerdan el pasaje de la Biblia en el que Dios derriba mágicamente las murallas de Jericó. Se pensó entonces que si se hacía penitencia y se invocaba a Dios solemnemente, las murallas de Jerusalén caerían de igual manera. El 8 de julio todo el ejército dejó las armas e inició una procesión alrededor de las murallas, ante unos defensores que estaban tan atónitos que no se les ocurrió atacarlos.
En vista de que los muros seguían en pie, los cruzados deciden tomar Jerusalén por la fuerza. El 15 de julio las puertas de la ciudad fueron abiertas y entraron los soldados cruzados. Lo que siguió fue una horrible matanza en la cual todos los judíos y musulmanes de la ciudad fueron masacrados (los habitantes cristianos habían sido expulsados por seguridad como en Antioquía).
Ibn al-Atir nos lo describe: "A la población de la Ciudad Santa la pasaron a cuchillo, y los frany estuvieron matando musulmanes durante una semana. En la mezquita de al-Aqsa, mataron a más de setenta mil personas. [...] Mataron a mucha gente. A los judíos los reunieron en su sinagoga y allí los quemaron vivos los frany. Destruyeron también los monumentos de los santos y la tumba de Abraham - ¡la paz sea con él!".
El arzobispo de Tyre, testigo ocular, relata: "Era imposible mirar al vasto número de muertos sin horrorizarse; por todos lados había tirados fragmentos de cuerpos humanos, y hasta el mismo piso estaba cubierto de la sangre de los muertos. No era solamente el espectáculo de cuerpos sin cabeza y extremidades mutiladas tiradas por todas direcciones que inspiraba terror a todos los que lo miraban; más horripilante aún era ver a los victoriosos mismos chorreando de sangre de pies a cabeza, una omnipotente estampa que inspiraba el terror a todos los que la veían. Se reporta que dentro del Templo mismo [el de Salomón] murieron alrededor de 10.000 infieles". Se dijo que la sangre de los muertos llegaba hasta los tobillos de los soldados y que los caballos salpicaban sangre con sus patas, hasta mojar los vestidos de sus jinetes.
Los árabes aprovecharán siempre que puedan la ocasión de evocar la toma de Jerusalén por el califa Umar Ibn al-Jattab en febrero de 638 para recalcar la diferencia entre su comportamiento y el de los occidentales. Aquel día, Umar había entrado montado en su célebre camello blanco, mientras el patriarca griego de la Ciudad Santa acudía a su encuentro. El califa había empezado por prometerle que se respetarían la vida y los bienes de todos los habitantes, antes de pedirle que lo acompañara a visitar los lugares santos del cristianismo.
Los jefes francos no fueron tan magnánimos. No se salvan ni sus propios correligionarios: una de las primeras medidas que toman es la de expulsar de la Iglesia del Santo Sepulcro a todos los sacerdotes de los ritos orientales -griegos, georgianos, armenios, coptos y sirios-, que oficiaban en ella conjuntamente en virtud de una antigua tradición que habían respetado hasta entonces todos los conquistadores. Atónitos ante tanto fanatismo, los dignatarios de las comunidades cristianas orientales deciden resistir. Se niegan a revelar el lugar en el que han ocultado la verdadera cruz en la que murió Cristo. Los invasores detienen a los sacerdotes que tienen la custodia de la cruz y les torturan para arrebatarles la más valiosa de las reliquias de la cristiandad.
Después de pacificar y saquear salvajemente Jerusalén, el piadoso ejército de Cristo se dirigió descalzo hacia la Iglesia del Santo Sepulcro: "Felices y llorando de gozo nuestra gente marchó hacia la tumba de nuestro Salvador, para honrarlo y pagarle nuestra deuda de gratitud".
Así terminó la gloriosa Primera Cruzada, con un millón de víctimas en total.



7. La yihad

Después de la conquista de Jerusalén, los principales líderes del ejército cruzado procedieron a establecer un orden administrativo en toda la región conquistada. Gran parte de la costa oriental del Mediterráneo se había convertido en el feudo de los principales occidentales, los cuales veían a los no cristianos como monstruos despreciables cuyo único destino merecido era la muerte.
Los musulmanes no iban a aguantar mucho tiempo este sometimiento. Era la hora de los grandes discursos desde el otro lado de los contendientes.
El 19 de agosto de 1099 el cadí de Damasco, Abu-Saad al-Harawi, penetra a mediodía en la mezquita mayor de la ciudad con un grupo de compañeros y empieza a comer ostensiblemente, pese a ser Ramadán. En unos instantes, una muchedumbre airada se arremolina en torno a él, y se acercan soldados para detenerlo. Abu-Saad se levanta y pregunta con mucha calma a quienes lo rodean cómo pueden mostrarse tan alterados por una ruptura de ayuno cuando la matanza de miles de musulmanes y la destrucción de los lugares santos del Islam los dejan completamente indiferentes. Habiendo acallado de este modo a la multitud, describe entonces con detalle las desgracias que agobian a Siria, y sobre todo las que acaban de abatirse contra Jerusalén. "Los refugiados lloraron e hicieron llorar", dirá Ibn al-Atir.
Después marcha a Bagdad y entra gritando en el diván del califa al-Mustazhir-billah. Algunos dignatarios de la corte intentan calmarlo, pero él, apartándolos con gesto desdeñoso, avanza resueltamente hacia el centro de la sala y a continuación, con una vehemente elocuencia, sermonea a todo los presentes:
"¿Osáis dormitar a la sombra de una placentera seguridad, en medio de una vida frívola como la flor del jardín, mientras que vuestros hermanos de Siria no tienen más morada que la silla de los camellos o las entrañas de los buitres? ¡Cuánta sangre vertida! ¡Cuántas hermosas doncellas por vergüenza, han tenido que ocultar su dulce rostro entre las manos! ¿Acaso los valerosos árabes se resignan a la ofensa y los ardidos persas aceptan el deshonor?".
"Era un discurso que hacía llorar los ojos y conmovía los corazones", dirán los cronistas árabes. Toda la concurrencia se estremece entre gemidos y lamentaciones. Pero al-Harawi no busca llantos: "La peor arma del hombre -grita- es verter lágrimas cuando las espadas están atizando el fuego de la guerra. [...] Nunca se han visto los musulmanes humillados de esa manera; nunca, antes de ahora, han visto sus territorios tan salvajemente asolados".
Al- Harawi pide al califa, líder espiritual del Islam, que haga un llamado a un movimiento al que no se hacía referencia desde hacía muchos siglos: la yihad, la guerra santa contra los enemigos de Mahoma y del Islam. El califa estuvo plenamente de acuerdo, pero sabía lo difícil que era unir a los turbulentos emires musulmanes, sumergidos en interminables guerras fraternales. El proceso, análogo al llevado a cabo por Urbino II en Europa, iba a ser largo.
En 1111 otro cadí, Ibn al-Jashab, irrumpe en la mezquita del sultán en Bagdad con un grupo de ciudadanos de Alepo:
"Obligaron al predicador a bajar del púlpito, que destrozaron"- dice Ibn al-Qalanisi- "y se pusieron a gritar y a llorar por las desgracias que padecía el Islam por culpa de los frany, que mataban a los hombres y esclavizaban a las mujeres y a los niños. Como impedían orar a lo creyentes, los responsables que estaban allí les hicieron, para calmarlos, promesas en nombre del sultán: enviarían ejércitos para defender el Islam de los frany y de todos los infieles".
El viernes siguiente se manifiestan en la mezquita del califa, destrozando el púlpito y profiriendo insultos contra al-Mustazhir-billah, que quiere castigarlos. Pero el sultán se lo impide, disculpa la acción y ordena a los emires y jefes militares que vuelvan a sus provincias a apercibirse para la yihad. Al-Mustazhir se mostró indignado no sólo por la irrupción, sino también por la consigna que se coreaba por las calles de su capital, "¡El rey de los rum [bizantinos] es más musulmán que el príncipe de los creyentes!", a raíz de un mensaje de Alejo Comneno en el que pide a los musulmanes que se unan a ellos para luchar contra los occidentales y expulsarlos de sus tierras.
La oportunidad llegaría en 1127. Un oficial turco, Imad al-Din Zengi, consigue la ciudad de Mosul como pago por sus funciones, pero no se conforma: atacó en Siria y conquistó Aleppo y Hamah, y logró extender sus territorios hasta el punto de amenazar a la mismísima Damasco. Fue entonces cuando se promocionó como el campeón de los musulmanes, el líder secular de la yihad, con el visto bueno del mismo califa. En 1132 lanzó una ofensiva general contra los estados latinos, que fueron perdiendo fortaleza tras fortaleza, y en 1144 toma el Condado de Odessa, uno de los principales estados latinos.


8. La Segunda Cruzada

Esta derrota sacudió a Europa occidental, que había perdido el fervor por luchar en Tierra Santa desde hacía tiempo; era imperioso enviar refuerzos. Un nueva Cruzada estaba en camino.
El movimiento no tenía la misma fuerza que el generado medio siglo antes, pero iba a ser predicado por un hombre igual o más elocuente y convincente que Urbano: Bernardo de Clairvaux, que trascendería a la Historia como San Bernardo.
Oriundo de Dijon (Borgoña), Bernardo optó por la vida clerical al no tener talento para la militar. Entró como monje en Citeaux, cabeza del novedoso movimiento cisterciense, y después de tres años fundó el monasterio de Clairvaux. Su personalidad terca y dominante, junto con un poder de la palabra furibundo y demoledor, le permitieron ganar influencia y poder dentro de los círculos clericales, a tal punto que más de un Papa se convirtió en instrumento de sus designios. Se convirtió en la principal figura de la Iglesia en Occidente.
Bernardo era un hombre lleno de un profundo misticismo. Estaba convencido de la importancia de defender los lugares en los cuales había estado Jesús, y al escuchar que los territorios de la cristiandad estaban siendo amenazados por el nuevo campeón del Islam, se horrorizó hasta el límite e inició una serie de prédicas destinadas a convencer a los nobles de Europa de la importancia de tomar la espada para defender la fe en Cristo.
Uno de los primeros en recibir los elocuentes, contundentes y extensos sermones de Bernardo fue el rey de Francia, Luis VII, que estaba en conflicto con el Papa y deseaba hacer algo para reivindicarse con la iglesia. Lo que le planteaba Bernardo le pareció lo más adecuado para conseguirlo.
Pero no le sucedía lo mismo a sus súbditos, que se resisten. Durante una ceremonia realizada en Vézélay, el Domingo de Resurrección de 1146, Bernardo aprovechó la presencia de varios aristócratas para lanzar una nueva prédica, y el efecto fue similar al causado en Clermont por el Papa Urbano. Toda Francia ardía en deseos de combatir por la cruz.
Bernardo completó su ciclo dando un sermón al Sacro Emperador Romano Germánico, Conrado III, y a sus nobles, en la ciudad alemana de Spira. La elocuencia de Bernardo tenía un poder irresistible, y los alemanes también convinieron en marchar. Luis y Conrado se encontraron en Constantinopla en la corte del emperador Manuel Comneno (nieto de Alejo) el año 1147.


9. Fin de la Segunda Cruzada

Los dos ejércitos se internaron en Asia Menor, en pleno territorio turco. Cerca de Dorylaeum los musulmanes masacraron a casi todos los cristianos; Conrado sobrevivió, pero la Cruzada alemana había terminado.
El 1148 los turcos cayeron sobre los franceses, y mataron a muchos hombres. Luis logró llegar hasta Antioquía, y fue instado a liberar Odessa. En lugar de eso, viajó por territorio cristiano y se dedicó a visitar los Santos Lugares de Jerusalén. La reina Leonor lo amenazó con el divorcio, y el rey francés tuvo que atacar a los musulmanes, pero lo hizo contra su único aliado: la ciudad de Damasco. Ante esto, muchos nobles se indignaron y marcharon a Francia. Damasco pidió ayuda a Nur al-Din, hijo de Imad al-Din Zengi, el campeón del Islam. Al saber que éste estaba en marcha, los cristianos desistieron. Luis y Conrado permanecieron pocos días en Tierra Santa y después se marcharon a sus respectivos países.
Este rotundo fracaso para los reyes, la cristiandad, y para Bernardo, dejó a los estados latinos de Oriente en una posición aún menos defendible que antes, a merced de los campeones del Islam. La unificación de la Siria musulmana dejaba al reino de Jerusalén cercado.


10. Saladino

Muero Nur al-din, fue sucedido por su general kurdo, Shikuh, que también muere en poco tiempo, dejando el trono a su sobrino, al-Malik al-Nasir Salah al-Din Abu a-Muzaffer Yusuf ibn Ayyub ibn Shadi, que afortunadamente pasaría a la Historia con el abreviado nombre de Saladino, una de las figuras más impresionantes del mundo oriental.
Saladino unió a todos los estados árabes, un gran logro, y creó la fuerza de lucha más formidable del mundo. Se convirtió en rey de Egipto y Siria en 1176, con la bendición del califa de Bagdad. Organizó una yihad contra los invasores y demostró ser un brillante estratega militar, obligando a los francos a luchar con sus condiciones, en el lugar y en el momento que él eligió.
La batalla de Hatin supuso el final del dominio cruzado. Las fuerzas de Saladino rodearon Jerusalén y la capturaron el 2 de octubre de 1187. Pero a diferencia de los cruzados, que degollaron a musulmanes y judíos cuando tomaron la ciudad, Saladino se mostró benevolente y prohibió a sus hombres vengarse o asesinar. No se destruyó ni una sola iglesia, e incluso participó personalmente en la limpieza de la mezquita que los cristianos habían profanado, y que estaba en unas condiciones lamentables. A los derrotados se les ofreció la oportunidad de pagar un rescate para conseguir ser libres. Aquellos que no pagaron fueron vendidos como esclavos.
La pérdida de la ciudad de Jerusalén no significó el final del reino, pero suscitó en Occidente un estupor comparable en intensidad al entusiasmo que había despertado su conquista una centuria antes. Ibn al-Atir relata:
"Tras la caída de Jerusalén los frany se han vestido de negro y se han ido allende los mares a pedir ayuda a todas las comarcas, sobre todo Roma la Grande. Para incitar a la gente a la venganza, llevaban un dibujo que representaba al Mesías, la paz sea con él, ensangrentado y golpeado por un árabe. Decían: `¡Mirad! ¡Ved al Mesías y ved a Mahoma, profeta de los musulmanes, que lo golpea hasta matarlo!´. Conmovidos, los frany se reunieron, incluidas las mujeres, y los que no podían venir pagaron los gastos de los que iban a combatir en su lugar. [...] Las motivaciones religiosas y psicológicas de los frany eran tales que estaban dispuestos a superar cualquier tipo de dificultad para conseguir sus fines".


11. La Tercera Cruzada y Ricardo Corazón de León

En Europa sólo un gran esfuerzo propagandístico podía restablecer la situación. En esta ocasión el que realizó la llamada fue nuevamente un Papa, Gregorio VIII, que atacó primero los oídos de los reyes. Afortunadamente para los intereses de los occidentales en Tierra Santa, había en Europa un hombre deseoso de luchar en nombre de Dios: Ricardo I, rey de Inglaterra; Ricardo Corazón de León, que se unió enseguida. Lo secundaron Federico I Barbarroja de Alemania, que se autoproclamó jefe temporal del mundo cristiano, y Felipe II Augusto de Francia, obligado por la presión de su pueblo y de sus relaciones con el monarca inglés.
Llegaron a Asia Menor en 1190, y ese mismo año murió Federico, disolviéndose el ejército alemán. Mientras tanto, los franceses desistían y Ricardo, al mando de la empresa, conquistaba la ciudad de Acre. Ricardo propuso a Saladino que le entregaría a los capturados a cambio de las reliquias que estaban en manos de los musulmanes. Saladino se demoró en su respuesta y Ricardo, encolerizado, mandó matar a 3.000 musulmanes (soldados, mujeres y niños) habitantes de Acre.
Saladino estaba empezando a atemorizarse con los logros de este rey guerrero y decidió llegar a un acuerdo con él: le permitiría tomar posesión de toda la región cotera, pero el interior, incluido Jerusalén, seguiría en sus manos. Ricardo aceptó y en 1192 se pactó una tregua de cinco años. Se permitió que los cruzados visitaran Jerusalén y que los peregrinos cristianos pudieran ir libremente en grupos pequeños y sin armas. La Tercera Cruzada había salvado a los occidentales de ser expulsados de los territorios orientales, pero los Estado Latinos casi se habían disuelto y Jerusalén seguía en poder musulmán.


12. La Cuarta Cruzada y la caída de Constantinopla

El relativo éxito que había tenido la Tercera Cruzada había encendido de nuevo los ánimos de los occidentales para combatir en Tierra Santa. Un grupo de nobles, principalmente franceses, iniciaron un nuevo movimiento cruzado. Realizaron todo tipo de actividades para recaudar fondos, con el que consiguieron equipaciones y alimento, pero no transporte. Se aliaron con el dux de Venecia Enrico Dandolo, que aborrecía a los bizantinos y vio en la cruzada el instrumento perfecto para destruir Bizancio. Dandolo les perdonó parte de la deuda a cambio de la toma de la ciudad de Zara, en la costa balcánica. Corría el año 1202 y era la primera vez que una cruzada iba en contra de sus propios correligionarios. Tras la caída de Zara, el Papa Inocencio III los excomulgó y acabó con la poca legitimidad de la Cuarta Cruzada. Pero ellos siguieron, hasta que por una serie de pactos y alianzas se lanzaron contra la mismísima Constantinopla, que cayó en abril de 1204, tras una semana escasa de combate.
El pillaje y la destrucción alcanzaron niveles insospechados. Gran parte de la riqueza artística y cultural que había hecho de Constantinopla la envidia del mundo fue gravemente dañada. Las bibliotecas fueron quemadas, los monumentos destruidos o robados, las iglesias profanadas... innumerables objetos de arte testimonios de las civilizaciones griega y bizantina.
"Mataron o despojaron de sus pertenencias a todos los rum"- cuenta Ibn al-Atir- "Algunos de sus notables intentaron refugiarse en la gran iglesia que llaman Sofía, perseguidos por los frany. Un grupo de sacerdotes y de monjes salieron entonces, llevando cruces y evangelios, para suplicar a los atacantes que respetasen sus vidas, pero los frany no atendieron a sus ruegos: mataron a todos y luego saquearon la iglesia".
Cansados, los soldados fueron a la basílica de Hagia Sofía, la mayor iglesia de la cristiandad, a jugar a los dados mientras que una prostituta, sentada en la silla del patriarca, presidía el festín. Después, los conquistadores eligieron al emperador francés y a un patriarca veneciano, repartiendo para sí mismos baronías y ducados.
Fue uno de los hechos más degradantes de la Historia. La imagen del movimiento cruzado, que había sido restituida durante la Tercera Cruzada, fue echada por tierra y jamás volvería a levantarse. Europa entera había tenido suficiente y ya no prestaba oído a nuevas llamadas, por muy elocuentes que fueran sus predicadores.


13. Las otras Cruzadas

Sin embargo, aún hubo otras cruzadas. Una de ellas en la misma Francia, a raíz de la aparición de un movimiento herético. El hecho de que el Papa hubiera apoyado el desarrollo de una guerra civil de grandes proporciones destruyó aún más la imagen del movimiento cruzado.
En 1212 se inició un movimiento religioso denominado la "Cruzada de los Niños". En Borgoña, un fraile capuchino empezó a predicar que sólo la pureza de los niños podría liberar definitivamente Jerusalén; el mar se abriría a sus pies y podrían llegar a Tierra Santa. Casi a la vez se reunían en el Rhin millares de niños alemanes con la misma misión, quienes, con muchas penalidades en innumerables bajas, llegaron hasta el puerto de Brindisi, donde fueron obligados a volver a sus casas. La gran mayoría murió al intentar atravesar, agotada, los helados pasos alpinos.
Los niños franceses no corrieron mejor suerte. Al mismo tiempo y con las mismas dificultades llegaron a Marsella, donde esperaron el prometido milagro. Dos mercaderes, Ugo Ferri y Wilhelm des Posqueres, se ofrecieron a llevarlos gratuitamente a Siria en siete barcos, de los que naufragaron dos. Los niños de los cinco restantes fueron vendidos como esclavos en Bugía y Alejandría.
En Tierra Santa hubo una Quinta (1217-1221), una Sexta (1228-1229; se recuperó Jerusalén mediante negociaciones, pero por poco tiempo); una Séptima (1254) y una Octava cruzadas (1270), siendo las dos últimas empresas personales del rey francés Luis IX, que fue tomado por loco, aunque a su muerte lo santificaron.

 

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