Elogio de la imprudencia

Hacia una nueva identidad de izquierda

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Dice Alejo Carpentier que una novela empieza a ser gran novela cuando deja de parecerse a una novela; es decir: “cuando, nacida de una novelística, rebasa esa novelística, engendrando, con su dinámica propia, una novelística posible, nueva, disparada hacia nuevos ámbitos...” Y concluye esto diciendo que todas las grandes novelas de nuestra época comenzaron por hacer exclamar al lector: «¡Esto no es una novela!».

Habría que pensarlo con detenimiento, pero es posible que con la política se produzca algo similar. Si tomamos a los grupos tradicionales de la política encontraremos rasgos y prácticas comunes, que los identifican como “los que hacen política” y que son más o menos similares desde tiempo remotos. Debe decirse que quizás la derecha se haya ido agiornando con más agilidad que la izquierda, por lo que esta realidad aparece mucho más exagerada en los últimos. Un volante de un grupo tradicional de izquierda es más o menos igual en 1946 que en 1966 o 1989 o 2001 o 2005. Cambian los contenidos, pero el formato y estilo son más o menos los mismos. Ocurre algo parecido con los periódicos, o los discursos, o las formas de organización, o las propuestas de articulación política. Hubo momentos en que se probaron prácticas no-tradicionales partiendo de un análisis de la situación concreta del lugar y la época y pasó lo mismo que con la “gran novela”. ¿Qué se dijo inicialmente en los círculos del activismo tradicional sobre la revolución cubana?: “¡eso no es una revolución!” O de las organizaciones armadas de los setenta en la argentina: “¡así no se hace política!” Muchos habrán dicho de los vietnamitas que así no se hacía una guerra contra una potencia imperialista, que jamás puede una guerrilla derrotar a un potente ejército regular de invasión.

 

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Lo emergente en determinado período de la historia puede ser coyuntural o responder a elementos más orgánicos, más históricos. Es posible pensar que en este momento está emergiendo, dentro de un importante campo de organizaciones y activistas sociales y políticos, una búsqueda por convertir en popular la cultura de la revolución, partiendo de que lo hecho hasta el momento (en parte por no contactar con las formas populares, en parte por estar atados a viejos dogmas, en parte por haberse vuelto tradicional por el paso del tiempo) no está dando resultados, si desatar una nueva y radicalizada subjetividad en el corazón y la mente del pueblo es la intención. Este emergente quiere volver a pensar en que la acumulación de fuerzas debe lograrse haciendo desacumular a su oponente, enfrentándolo, y no buscando el debilitamiento de organizaciones hermanas. Es decir, comienza a aparecer –sin forma definida aún- un emergente que quiere disputar realmente el poder a las clases dominantes. Esa izquierda que aún no termina de nacer, empieza a delimitar una identidad: aunque no es fácil ponerle un nombre, poco a poco va asumiendo la forma de un campo.

Cuando la revolución cubana aún era un sueño en la cabeza de algunos pocos; cuando José Antonio Echevarría discutía en la Federación de Estudiantes Universitarios de Cuba la necesidad de crear un brazo armado del movimiento estudiantil para combatir a la dictadura, cuando pequeños grupos se decidían a enfrentar las fuerzas antipopulares en toda la geografía cubana, y Fidel organizaba un grupo armado que se proponía asaltar un cuartel en la provincia de Oriente, estaba surgiendo un emergente político en Cuba. Una concepción particular de la práctica y la teoría revolucionaria que poco a poco iba tomando forma, que sin pausa y con mucha irreverencia hacia las formas tradicionales de hacer política se iba articulando, y no desde las alianzas por arriba, sino desde las iniciativas y los hechos políticos que cada organización planeaba en la resistencia a la dictadura militar de Fulgencio Batista y sus políticas de hambre y sometimiento. Fue un hecho político (el asalto al cuartel Moncada) el que generó el embrión de la fuerza política que luego sería reconocida por las masas como la vanguardia de la revolución cubana (el Movimiento 26 de julio). No fue en Cuba un Partido revolucionario de los que se autodecretaban como la vanguardia el que se puso al frente de los hechos más significativos producidos por el pueblo. Hubo, en la pequeña isla del caribe, un gran hecho político que dio nacimiento a una organización política que finalmente dirigiría a las masas en la lucha por el poder. Ese hecho político -el asalto al Moncada- aún cuando no debe ser leído como una foto, sino como un punto destacado en un largo proceso de acumulación, fue una enseñanza invalorable para los revolucionarios cubanos, tal como lo fue la conceptualización magistral realizada por Fidel en el alegato conocido como “La historia me absolverá”, del Juicio al que fueron sometidos los que intentaron el asalto frustrado. En esa experiencia histórica se rompió una lógica que aún hoy algunos siguen sosteniendo: la lógica de que a los grandes hechos políticos los hacen los partidos (autoproclamados) de vanguardia, cuando en realidad suele ser al revés: a las organizaciones de vanguardia las hacen los grandes hechos políticos.

 

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El Hamlet de Shakespeare pronuncia en su difundido monólogo una frase magistral: “es la prudencia la que nos hace cobardes”. Es muy común -entre las fuerzas revolucionarias- que la imprudencia se reivindique como un valor de la acción política: nadie duda que la audacia es un gran valor para la lucha. Sin embargo, no pasa lo mismo en la acción intelectual. En este terreno cuesta la audacia, y muchas veces esta intrepidez del pensamiento es rápidamente tildada de revisionismo. Sin embargo, la prudencia, la falta de arrojo intelectual, teórico (que tiene –obviamente- su correlato político práctico) debería considerarse un problema serio para la lucha. Aquí nos encontramos con dos actitudes. O bien un aferrarse a las viejas certezas aún cuando no dan resultado: los vanos intentos de estructurar, desde un enfoque jacobino-leninista, un Partido que logre convencer a las masas de que es su vanguardia, logrando que estas lo consideren fiel representante de sus anhelos, y así poder dirigirlas hacia el poder. O bien una pretendida ruptura con los viejos paradigmas, pero desde originalidades que no son tales: los vanos sueños de romper con la idea de Partido, y de cambiar al mundo sin tomar el poder, una “novedad” ya planteada de otra manera por Eduard Berstein en los debates con Rosa Luxemburgo hace unos 100 años[1].

El desafío debería ser encontrar un punto de equilibrio que sea capaz de aprovechar al máximo las experiencias y enseñanzas del movimiento revolucionario a lo largo de su historia y de desechar lo que de perimido puede encontrarse en estas mismas experiencias o teorizaciones. En esto va la imprudencia: la imprudencia de un Lenin que cuando le dijeron que lo que él proponía era imposible, porque iba en contra de la realidad respondió: “Peor para la realidad”. Una imprudencia que a la vez que realza la genialidad de este gran líder revolucionario, se anima a discutirle lo que en su contexto tuvo de certeza pero que hoy ya no está vigente. Una imprudencia que sea capaz de repensar los modelos de acumulación para la revolución, que sea capaz de poner bajo la lupa las formas tradicionales de organización popular. Una imprudencia que no le pida permiso a Marx para discutir el propio marxismo, que no busque la venia de los clásicos para poder discutir el enfoque de partido de vanguardia o de asalto al poder central. Una imprudencia crítica, que no busque tampoco la originalidad como cuestión estética[2], que no se suba a cualquier seductor discurso “ultrarevolucionario” que esconda detrás de un supuesto democratismo horizontalista, el desarme teórico y político del pueblo para dejarlo finalmente debilitado en su lucha. Una imprudencia que no le pida permiso al gobierno para protestar. Una imprudencia que no sueñe con el poder, sino que se ponga a pensar y a trabajar para conquistarlo. Una imprudencia que no espere a tener el poder para construir poder del pueblo, que no espere a conquistar el estado para empezar a delinear –aunque sea embrionariamente, en los propios métodos de organización y lucha- el socialismo del siglo XXI.

Es esa audacia intelectual, política, cultural la que se muestra imprudente. Es esa audacia la que le va dando forma a esa “otra izquierda” que crece subterráneamente, pero que no tardará en aparecer en escena como una nueva identidad. Es la prudencia la que nos hace cobardes... La renovación de la izquierda, la nueva cultura revolucionaria no parece cobarde, más bien se muestra imprudente, se muestra denodada, se muestra creativa; la “otra izquierda” se va haciendo un lugar, no compite con nadie; donde otros juegan a las carreras esta eligió correr en un sendero propio: en la meta está el poder, en el trayecto las posibilidades de ir construyendo las condiciones para conquistarlo, solo tiene un adversario y es su enemigo, más allá de este no rivaliza con nadie, saluda los avances de otras organizaciones en lucha, y aunque no crea en las carreras entre compañeros, tiene la esperanza de que la ‘creación heroica’ de los pueblos hará que ese camino que hoy recorre en soledad, vaya ensanchando sus márgenes, hasta dejar pasar grandes torrentes de energía revolucionaria, que terminen con las pequeñeces, que pongan al poder dominante en la mira y que cambien todo de una vez.

 

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La otra izquierda tiene desarrollados movimientos sociales autónomos, variados niveles de articulación y unidad, intelectualidad crítica que como proponía el Che intenta “teorizar lo hecho”. Tiene referentes jóvenes en barrios, universidades, sindicatos, movimientos culturales, en las artes. Uno se sorprendería si pudiera saber con exactitud el número de organizaciones que pudieran ser agrupables dentro de esta corriente, espacio, grupo o –mejor- esfuerzo. Son miles de organizaciones parte de un mismo esfuerzo que en todos los rincones del país se cuestionan sus propios métodos, sus propias prácticas y buscan, hurgan, revuelven, indagan, sueñan con formas nuevas de luchar, de pensar, de organizarse, de vencer.

Hay quienes piensan: lo que hay que hacer es construir (o fortalecer -en el caso de que consideren que ya existe-) el Partido revolucionario de vanguardia, armar un frente de izquierda con algún otro Partido (que seguramente también se considerará la vanguardia) y salir a convencer a todo este gran espacio social de que se una y constituya en la poderosa base social del proyecto político de este Partido. Algo parecido a esto se viene intentando desde hace décadas. Uno se da cuenta con los años lo difícil que es convencer a la clase obrera de que –aún cuando no lo sepan- su Partido ya existe, y sólo falta que se sumen a él.

La lógica inversa sería proponerse desarrollar las posibilidades de una férrea articulación entre todo este espacio social, cultural y político alternativo, revolucionario, autónomo. Caminar desde prácticas e iniciativas comunes y conjuntas, en diversos niveles de vínculos, unidades y articulaciones, hacia la conformación de una nueva identidad política, social y cultural de masas, donde los bosquejos teóricos y las iniciativas prácticas logradas hasta aquí asuman –esta vez en forma de colectivo multifacético- las formas que estos mismos movimientos ya están ensayando separadamente. Y la lógica sería ya otra: no es la organización política la que busca a las masas para crear su base social, sino que es la fuerza social de masas la que busca crear su herramienta política para intervenir en las cuestiones que hacen al poder: sea para construirlo, sea para conquistarlo, sea para ambas cosas.

En ese momento una nueva cultura de la revolución podría hacerse carne en el pueblo, como nunca antes en la historia se hizo. Un proyecto en donde un inmenso conjunto de organizaciones populares se articulen enlazados como formando una red, que permita unidad en la acción desde los acuerdos mínimos y avance en la búsqueda de acuerdos cada vez más grandes. Cualquier proyecto revolucionario necesita que la fuerza de las ideas tome carnadura política, material, popular, de masas. ¿Es posible pensar que están dadas las condiciones para que este emergente que empieza a hablar un mismo lenguaje y a pensar en una misma sintonía se convierta –articulado- en el embrión de una nueva identidad política en nuestro país? Un identidad autónoma, radicalizada, creativa, imprudente, una identidad que sea fuerza, voluntad de lucha, organización, vocación de poder, unidad popular, expresión política, fuerza combatiente y, como resultado de este prolongado y complejo proceso: masas y vanguardia amalgamadas en un proceso dialéctico, sin imposiciones sustituyentes desde arriba, y sin evasiones anti-poder desde abajo, con decisión, vocación de poder, imaginación y audacia... Aunque...por un momento casi lo olvidamos... y es que claro... así no se hace política, y mucho menos política revolucionaria.

Federico Polleri

 

 



[1] La insistencia en que el énfasis debe estar puesto en el "cómo" de la política dejando de lado las metas y objetivos, recuerdan los planteos de Eduard Berstein, revolucionario alemán contemporáneo de K. Marx, quien hace cien años se oponía a la conquista del poder político y renegaba del objetivo final en virtud de la supremacía del "movimiento" o “el camino”, antes que los fines.

[2] “En la lucha por la emancipación humana sólo hay que ser originales cuando corresponde, no se puede asumir la originalidad como principio o como meta y plantearla como cuestión "estética". John  Dewey decía que la originalidad no estaba en lo fantástico, sino en el nuevo uso de las cosas conocidas.”, Miguel Mazzeo, “Qué (No) Hacer”, 2005.