¿Hacía falta tanto horror para despabilarnos?


Hizo falta la muerte de más de cien mil haitianos para enterarnos que el dolor se había asentado hace muchas décadas en ese olvidado país y que hubo responsables de su marginación. No importaba la muerte cotidiana, importa cuando es de a miles.
Haití sufrió dictaduras, invasiones militares, golpes de estado, matanzas, huracanes, incendios, hambre, enfermedades, abandono, antes de que el terremoto, que fue como el broche de oro para tanta orgía de horror, despertara las conciencias del mundo.
Criaturas sepultadas bajo toneladas de escombros, sacuden la tierra con su gemido, todo es grito allí, todo es desesperación, la misma desesperación que cuando el hambre instaló su reinado ante el silencio de todos, el mío también.
Ahora se ve la desesperación de la comunidad internacional, esa que necesitó que la tierra se abriera y la paupérrima ciudad se viniera abajo para sentirse sacudida por el espanto, pero no el de siempre sino el de ahora.
Miramos con lágrimas en los ojos las imágenes que la prensa internacional muestra macabramente, exacerbando la morbosidad con detalles que parecen sacados de una novela de horror, metidos todos dentro de las páginas de los diarios y las pantallas de televisores, cómodamente desde nuestras casas y con ataques de histeria desde varios miles de kilómetros.
Salen los gobiernos del mundo a mostrar ante las cámaras la ayuda que se enviará para ese pueblo, mientras siguen pagando deudas, haciendo grandes negociados. Ahora vieron que Haití existió, Para ellos, antes del terremoto, sólo era un país muy pobre, con niños hambrientos y descalzos, con otros muriendo de a montones y de causas evitables. Pero nunca más de cien mil juntos.
Nada mandaron antes para ellos, "sólo" invasiones militares y a sus ejércitos sumisos ante la imposición del amo que ordenó restablecer la paz en esa tierra que había elegido quien la gobernaría. Mal o bien, pero eligieron y no le gustó a algunos.
Mandaron Cascos Azules para ordenar el caos que estaba sufriendo ese pueblo, jamás los retiraron.
Pocas voces salieron a exigirlo, ellos están aún y estaban antes del terremoto violando niñas haitianas.
Sale el señor Obama a "solidarizarse" frente a la catástrofe que produjo la naturaleza que está herida también de muerte, gracias a las toneladas de bombas inteligentes que sus aviones descargan sobre otros pueblo que soportan la misma marginalidad que el pueblo haitiano. Gracias a los gases tóxicos que sus empresas arrojan sobre el planeta con absoluta impunidad. Gracias a la contaminación de su parque automotor y a su sociedad de consumo irracional.
Promete y asegura que no dejará solo a Haití y confieso que en lo que a los EEUU y sus ayudas respecta, preferiría sinceramente que sí, los deje solos...
Pero parece que quiere justificar su Premio Nóbel de la Paz y Haití le brindó una excelente posibilidad para ello, desgraciadamente este terremoto tuvo el efecto de bendición para el hipócrita.
Unos dan lo que pueden, otros lo que les sobra, total para ellos ahora todo sirve, elaboran hasta palabras de dolor que brotan de las bocas de aquellos incapaces de sentir el dolor si no es el suyo.
Del empobrecimiento de Haití son responsables los mismos que hoy se rasgan las vestiduras. Aún sin terremoto en esa tierra había 80 % de población sin trabajo, ahora sin dudas habrá más pero no se verán, no faltará quien salga a decir dentro de un año que bajó la desocupación allí.
Los haitianos muertos estos días no tenían luz, gas, agua, tampoco hospitales que los atiendan porque antes de este desastre también había enfermos, pero no importaba, total ellos confiaban en la macumba y en una de esas, con suerte, algún santero los salvaba de morir. No sabían leer ni había quien les enseñe, pero el mundo no se enteraba.
Sólo Cuba envió médicos cuando el mundo olvidaba, Fidel sabía que existía Haití, estaba más informado pero era revolucionario "con perdón de la palabra".
Haití no existió para el mundo hoy sacudido por el desastre, sólo lo tuvieron presente para sus ambiciones los Cascos Azules de la Minustha y la misión de las Naciones Unidas que jamás se unieron para ponerle un punto final al dolor de los haitianos sino para terminar de arruinarlos.
Estamos asistiendo a la desaparición de un país entero, esta es la cruda realidad, podríamos haberla evitado pero necesitamos que la tierra se abra y la ciudad se desmorone para saber que aquello era un infierno y el silencio del mundo el que atizó las llamas.
Ahora es tarde, sólo nos queda llorar nuestra vergüenza y comenzar a pensar que carajos es lo que nos pasa que cuando se abre la tierra nos asusta pero no nos importa que nos trague el hombre.

Ingrid Storgen

 

Los pecados de Haití


La democracia haitiana nació hace un ratito. En su breve tiempo de vida, esta criatura hambrienta y enferma no ha recibido más que bofetadas. Estaba recién nacida, en los días de fiesta de 1991, cuando fue asesinada por el cuartelazo del general Raoul Cedras. Tres años más tarde, resucitó. Después de haber puesto y sacado a tantos dictadores militares, Estados Unidos sacó y puso al presidente Jean-Bertrand Aristide, que había sido el primer gobernante electo por voto popular en toda la historia de Haití y que había tenido la loca ocurrencia de querer un país menos injusto.

El voto y el veto

Para borrar las huellas de la participación estadounidense en la dictadura carnicera del general Cedras, los infantes de marina se llevaron 160 mil páginas de los archivos secretos. Aristide regresó encadenado. Le dieron permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el poder. Su sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de los votos, pero más poder que Préval tiene cualquier mandón de cuarta categoría del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no lo haya elegido ni con un voto siquiera.
Más que el voto, puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que Préval, o alguno de sus ministros, pide créditos internacionales para dar pan a los hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los campesinos, no recibe respuesta, o le contestan ordenándole:
-Recite la lección. Y como el gobierno haitiano no termina de aprender que hay que desmantelar los pocos servicios públicos que quedan, últimos pobres amparos para uno de los pueblos más desamparados del mundo, los profesores dan por perdido el examen.

La coartada demográfica

A fines del año pasado cuatro diputados alemanes visitaron Haití. No bien llegaron, la miseria del pueblo les golpeó los ojos. Entonces el embajador de Alemania les explicó, en Port-au-Prince, cuál es el problema:
-Este es un país superpoblado -dijo-. La mujer haitiana siempre quiere, y el hombre haitiano siempre puede.
Y se rió. Los diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried Wolf, consultó las cifras. Y comprobó que Haití es, con El Salvador, el país más superpoblado de las Américas, pero está tan superpoblado como Alemania: tiene casi la misma cantidad de habitantes por quilómetro cuadrado.
En sus días en Haití, el diputado Wolf no sólo fue golpeado por la miseria: también fue deslumbrado por la capacidad de belleza de los pintores populares. Y llegó a la conclusión de que Haití está superpoblado… de artistas.
En realidad, la coartada demográfica es más o menos reciente. Hasta hace algunos años, las potencias occidentales hablaban más claro.

La tradición racista

Estados Unidos invadió Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros. Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de gobernarse a sí misma, que tiene “una tendencia inherente a la vida salvaje y una incapacidad física de civilización”. Uno de los responsables de la invasión, William Philips, había incubado tiempo antes la sagaz idea: “Este es un pueblo inferior, incapaz de conservar la civilización que habían dejado los franceses”.
Haití había sido la perla de la corona, la colonia más rica de Francia: una gran plantación de azúcar, con mano de obra esclava. En El espíritu de las leyes, Montesquieu lo había explicado sin pelos en la lengua: “El azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su producción. Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y tienen la nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima. Resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro”.
En cambio, Dios había puesto un látigo en la mano del mayoral. Los esclavos no se distinguían por su voluntad de trabajo. Los negros eran esclavos por naturaleza y vagos también por naturaleza, y la naturaleza, cómplice del orden social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al amo y el amo debía castigar al esclavo, que no mostraba el menor entusiasmo a la hora de cumplir con el designio divino. Karl von Linneo, contemporáneo de Montesquieu, había retratado al negro con precisión científica: “Vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de costumbres disolutas”. Más generosamente, otro contemporáneo, David Hume, había comprobado que el negro “puede desarrollar ciertas habilidades humanas, como el loro que habla algunas palabras”.

La humillación imperdonable

En 1803 los negros de Haití propinaron tremenda paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte, y Europa no perdonó jamás esta humillación infligida a la raza blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas. Estados Unidos había conquistado antes su independencia, pero tenía medio millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que todos los hombres son iguales, pero también decía que los negros han sido, son y serán inferiores.
La bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo. La nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.

El delito de la dignidad

Ni siquiera Simón Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje de firmar el reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había podido reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya España lo había derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano le había entregado siete naves y muchas armas y soldados, con la única condición de que Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al Libertador no se le había ocurrido. Bolívar cumplió con este compromiso, pero después de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran Colombia, dio la espalda al país que lo había salvado. Y cuando convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó a Haití pero invitó a Inglaterra.
Estados Unidos reconoció a Haití recién sesenta años después del fin de la guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio francés de la anatomía, descubría en París que los negros son primitivos porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene. Para entonces, Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras militares, que destinaban los famélicos recursos del país al pago de la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la obligación de pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de perdón por haber cometido el delito de la dignidad.
La historia del acoso contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones de tragedia, es también una historia del racismo en la civilización occidental.

Eduardo Galeano

volver