Actualidad, consecuencias y lecciones de los Pactos de la Moncloa de 1977

 

Los Pactos de la Moncloa están de actualidad pues hay representantes de la clase dominante que, debido a la profundidad de la crisis económica actual, ya están planteando la necesidad de una reedición de aquellos acuerdos1. A pesar de que hay muchos estudios económicos y sociales de aquellos años muy poco es lo que se ha dedicado a estudiar las consecuencias de aquellos pactos para la clase trabajadora. Los dirigentes de los partidos de la izquierda que firmaron aquellos acuerdos, y los de los sindicatos mayoritarios, han sido incapaces de sacar las lecciones de aquel paso histórico que ha condicionado la existencia de la clase trabajadora durante 30 años y es parte de la explicación de una crisis ideológica, política y organizativa, que ha llevado a unos a aceptar el sistema capitalista con todas sus consecuencias y, a otros, a una falta de alternativa global y que se expresa ora de forma ultraizquierdista ora de forma oportunista. Si no se entiende el pasado, el presente se convierte en una maraña inescrutable. Los Pactos de la Moncloa fueron dos acuerdos, uno de naturaleza económica y el otro, política. El primero se llamó «Acuerdo sobre el Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía». El segundo, se tituló, «Acuerdo sobre el Programa de Actuación Jurídica y Política».
Los firmantes representaban a todas las fuerzas políticas parlamentarias y fueron: Adolfo Suárez, en nombre del gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo (por UCD), Felipe González (por el Partido Socialista Obrero Español), Santiago Carrillo (por el Partido Comunista de España), Enrique Tierno Galván (por el Partido Socialista Popular), Josep María Triginer (por el Partido Socialista de Cataluña), Joan Reventós (por Convergencia Socialista de Cataluña), Juan Ajuriaguerra (por el Partido Nacionalista Vasco) y Miquel Roca (por Convergència i Unió). Manuel Fraga (por Alianza Popular) no suscribió el acuerdo político, pero sí el económico. Fueron respaldados por la organización empresarial CEOE y por el sindicato CCOO. Fue firmado el 25 de octubre de 1977, aprobado por el Congreso dos días más tarde, y, posteriormente, ratificado en el Senado.


¿Por qué?

Es imprescindible preguntarse por qué necesitaba la UCD, el Gobierno que representaba los intereses de la burguesía española, un pacto tan amplio y con tanto boato, tan sólo cuatro meses después de «ganar» las primeras elecciones «democráticas».
En primer lugar, la UCD no había obtenido la mayoría absoluta en las elecciones del 15 de junio por lo que su situación era de «fortaleza relativa», en realidad, muy relativa. Sabían que se basaban en múltiples maniobras políticas y electorales que lograban disfrazar, sólo temporalmente, su auténtica debilidad. La negación del voto a los jóvenes (sólo pudieron votar los mayores de 21 años), una ley electoral que no respetaba la proporcionalidad de los resultados (y que se mantiene hasta la fecha) o un Senado en el que 50 de sus miembros eran elegidos a dedo por el Rey, eran algunos de esos trucos que, aunque les sirvieron para evitar el triunfo electoral de la izquierda, no consolidaban su credibilidad democrática frente a la mayoría de la sociedad.
La UCD no era una organización política con raíces en la sociedad. Era la unión temporal, mientras mantuvieran el poder, e improvisada de una serie de camarillas compuestas por dirigentes del viejo régimen franquista. Un parlamento elegido con tantas carencias democráticas tampoco era un modelo que despertase admiración. Tanto el Gobierno como el Parlamento necesitaban legitimizarse ante la opinión pública, borrar todas las dudas y desconfianzas que provocaban la continuidad de dirigentes, instituciones, poderes... con un simple cambio de chaqueta. El Gobierno de Suárez necesitaba toda la autoridad política y moral de todas las organizaciones políticas y sindicales de la izquierda tras de sí para poder hacer frente a una gravísima situación económica ante la que, desde su punto de vista de clase, no tenía más remedio que «tomar medidas impopulares».


¿Cuál era la situación?

Desde que estalló la crisis económica de 1973-74 los distintos gobiernos de la dictadura habían puesto en marcha ocho «paquetes de medidas económicas» sin resultado alguno.
La inflación está desbocada: del 17% en 1975 y 76 se pasa a mediados de 1977 al 44%, frente al 10% de promedio de los países de la OCDE. Los pronósticos más alarmistas hablan de que se podría llegar al 80% ese año si no se toman medidas urgentes.
Las empresas acumulan una deuda que no pueden pagar. Las inversiones caen en picado en 1975 desde un 14% (en el 73%) a un –4% y comienza la destrucción masiva de empleo. Se alcanzan los 750.000 parados en 1977. Ese año el economista, entonces comunista, Tamames, afirma que en «los tres últimos años la fuga de capitales ha alcanzado la cifra de 200.000 millones de pesetas». La crisis económica y la crisis política, limitan las posibilidades de rentabilidad y restan seguridad a las inversiones de los empresarios, por lo que optan masivamente por llevarse el dinero a las cuentas secretas de Suiza. De ellos no puede depender la solución a la crisis.
En esa situación, las exportaciones cubren sólo el 45% de las importaciones, el país carece de recursos para mantener sus intercambios con el exterior y pierde 100 millones de dólares diarios de reservas exteriores. Se acumulan entre 1973 y 1977, 14.000 millones de dólares de deuda exterior, lo que representa un importe superior al triple de las reservas de oro y divisas del Banco de España.
Como ejemplo baste citar que a principios del 77 el transporte público en Madrid (Metro, autobuses urbanos y periféricos) subió entre el 22% y el 46%.
La herencia económica del franquismo fue un desastre. El «milagro desarrollista» de los años 60 dio paso a la crisis de los 70. Aunque para muchos jóvenes la crisis económica actual es un fenómeno «nuevo» porque no han conocido algo parecido en los últimos 15 años, tiene mucho de «dejà vu» con las crisis, y las recetas para hacerle frente, que hemos visto en el pasado.


¿Cuál era su contenido?

El texto del Pacto acepta la «gravedad de la situación» y, literalmente, se define como «el punto de partida de una nueva etapa que conducirá al asentamiento de un sistema económico estable y reduzca gradualmente las tensiones existentes en la sociedad española».
Respecto al pacto económico su contenido se divide en medidas urgentes (contra la inflación y el desequilibrio exterior) y reformas necesarias a medio plazo para «repartir los costes de la crisis». Las primeras son las que hacen recaer el coste de la crisis sobre las espaldas de los trabajadores y, se llevan a cabo de forma urgente, mientras las segundas, las que se supone que debían repartir dicho coste con los empresarios, están pendientes 32 años después. Entre estas últimas se pueden incluir propuestas de mejora que se quedaron en meras declaraciones de intenciones (cuando no se ha hecho lo contrario) como: Medidas anti-especulativas del suelo urbano; Reforma del sistema financiero, incluida la democratización de las instituciones financieras públicas; modernización agraria, estatuto de la empresa pública (¿)...
Entre las primeras, las medidas de «saneamiento» de la economía, las principales fueron:
La principal es que se fijó como objetivo de inflación para 1978 un 22%. Se fija este objetivo para imponer un tope de aumento salarial del 20% con la obligación de incrementar los salarios en base a la inflación prevista y no a la pasada. De esta forma se trata de poner coto a la lucha de los trabajadores para adecuar los salarios a la subida de los precios con el fin de no perder poder adquisitivo. Ese cambio, de tomar como referencia la inflación prevista y no la pasada, ha perjudicado gravemente a los trabajadores durante estos 30 años, sobre todo a esos sectores que no han tenido cláusulas de revisión automática si la previsión resultaba sobrepasada por el IPC «oficial», que ha sido lo más común en todo este tiempo. El tope salarial que establecía el Pacto podía llegar hasta el 22% por el pago de algunos conceptos como ascensos o antigüedad, lo que dejaba, una vez más, fuera a una gran parte de los trabajadores. Los dirigentes de la izquierda y los sindicales aceptaron el falso argumento de la patronal y del Gobierno de que era necesaria la moderación salarial para acabar con la inflación.
Limitación del crédito oficial y una política presupuestaria que reduzca el déficit público en una situación de crisis en la que la intervención pública en la economía debería ser decisiva. Pero eso sólo estaba destinado a justificar la reducción de los gastos sociales, porque los que afectaban al empresariado no sólo no se limitaban sino que aumentaban drásticamente.
En esa línea se establece una reducción de las cuotas a la Seguridad Social a las empresas. El Estado asume pasar del 3,5% de la financiación a la Seguridad Social al 20% en un plazo de 5 años. Un enorme regalo a la patronal.
Devaluación de la peseta. Su fin es mejorar artificialmente la competitividad de las empresas españolas en el exterior pero su efecto posterior es una reducción de la capacidad adquisitiva de los salarios.
Con la excusa de luchar contra el paro se presentan, por primera vez, una serie de normas que permiten la contratación temporal, sobre todo de jóvenes que no han accedido nunca a un puesto de trabajo.
Se permite, también por primera vez, el despido de hasta el 5% de las plantillas.
En cuanto al acuerdo político persigue la continuidad de ciertas instituciones y normas legales heredadas del franquismo y que son vitales para la clase dominante. Se presentan como grandes reformas y grandes concesiones a la clase trabajadora a cambio de los sacrificios que se exigen en el acuerdo económico pero en realidad significan el respaldo de los firmantes al mantenimiento de lo esencial de la estructura estatal franquista. Por ejemplo, no se plantea la supresión de la Ley de Orden Público franquista y su sustitución por una Ley democrática, sino su «revisión parcial». Se despenaliza el ejercicio del derecho de reunión, de asociación y la propaganda política aunque se le imponen muchas limitaciones tipificando los delitos correspondientes por la violación de estos derechos. Esta es una prueba del carácter escasamente democrático que habían tenido las primeras elecciones con la legislación franquista en vigor. Lo mismo sucede con el derecho de expresión; se elimina la censura previa de toda publicación pero se impone el «depósito previo de publicaciones» y se deja en manos del poder judicial (el mismo que bajo el franquismo) las decisiones sobre la censura. El ejercicio de estos derechos no eran una «concesión» del ex Secretario General del Glorioso Movimiento Nacional –Suárez– sino que era una conquista previamente arrancada por el movimiento obrero en sus luchas. También mantienen el Código Penal con alguna pequeña reforma, eliminando tan solo aquellos aspectos más escandalosos de su vigencia durante la dictadura franquista, como, por ejemplo, la despenalización del divorcio y del «amancebamiento»; se creó el delito de tortura; se reconoció la asistencia letrada a los detenidos. Los firmantes también aceptan el mantenimiento de la jurisdicción militar del ejército franquista y de las fuerzas represivas de la dictadura que tan sólo sufrirán una «reorganización» que será más cosmética que real. Los «grises» pasan a ser «maderos», y poco más. Todos los crímenes policiales y parapoliciales de aquella época (por no hablar de los de la guerra, la postguerra y las casi cuatro décadas de dictadura), quedan impunes.
El pacto político fue la rúbrica por parte de las direcciones de las organizaciones de la clase trabajadora a una política por la que se renunciaba a las reivindicaciones principales de los trabajadores en la época de la Transición. Fue la plasmación final de un cambio en el que se había sustituido el objetivo de la lucha. De la ruptura democrática con el régimen franquista se había pasado a la ruptura pactada con sus herederos.


¿Qué sucedió?

«Hemos llegado a un acuerdo económico satisfactorio para sacar al país de la crisis en el plazo de un año y medio». Estas palabras de Santiago Carrillo, con las que justificaba el Pacto, se hicieron famosas en aquel momento. Era «la salida de la crisis». Con ese pacto se iba a acabar con el paro y todas las lacras de la crisis. La realidad fue bien distinta.
La crisis no duró 18 meses sino que se prolongó durante cuatro años, seguidos de otros cuatro en los que el estancamiento de la economía siguió destruyendo empleo neto.

Periodo 1978-85
Crecimiento del PIB Tasa de paro
1,5% 7,1%
0,1% 8,7%
1,3% 11,5%
–0,2% 14,4%
1,8% 16,2%
1,8% 17,7%
1,9% 20,6%
2,2% 21,9%

La destrucción de empleo fue constante durante todo ese periodo. En 1977, cuando se firma el Pacto la tasa de desempleo está en el 5,3% de la población activa. La tasa de paro oficial no deja de crecer hasta alcanzar su máximo histórico en 1985 que llega al 21,9%: Más de una quinta parte de la población activa.
El Pacto decía textualmente que «de los 100.000 millones de pesetas con que el Estado contribuirá al presupuesto de la Seguridad Social, 60.000 millones se dedicarán al Seguro de Desempleo» (el resto a pagar parte de la cuota que pagaban los empresarios). Pero continúa diciendo: «El Seguro de Desempleo se extenderá progresivamente, a todos los desempleados, agilizándose su reconocimiento y abono». Lo cierto es que el porcentaje de parados con cobertura descendió año tras año. Mientras en 1977 el 51% de los parados percibían subsidio, en 1984, el porcentaje se había reducido al 26,4%, muy lejos, como se puede apreciar, del compromiso de que «todos los desempleados» se beneficiarían del seguro de desempleo. El Pacto no solucionó el problema del paro.
En cuanto al efecto del Pacto sobre los salarios es evidente que un tope salarial del 20%, cuando ese año acabó con una inflación del 26,4%, los depreció y devaluó. Pero ese efecto no se limitó a un año sino que el Pacto de la Moncloa fue el inicio de una política de acuerdos (AMI, ANE, AI, AES. 3) entre 1980 y 1986 caracterizados por imponer un tope al incremento salarial siempre por debajo del índice oficial de inflación. Como consecuencia la remuneración de los asalariados va perdiendo terreno de forma drástica en el reparto de la Renta Nacional. Mientras en 1978 representaban el 52,4% de la Renta Nacional, en 1986 se habían reducido al 45,5%.
El Pacto tampoco solucionó el problema ancestral en este país de los bajos salarios. Tampoco solucionó el problema de la inflación que tardó ocho años en bajar de los dos dígitos manteniéndose la mayor parte de ese tiempo en torno a la cota del 15%. En una especie de aceptación implícita de la falsedad del IPC general y oficial, el Pacto aceptaba que se elaborase «otro IPC con la evolución de los precios de los productos de consumo más frecuentes por las clases de renta más baja elaborado por las organizaciones empresariales, los consumidores y los sindicatos». Por supuesto, fue otra de las medidas que nunca vieron la luz.
Los Pactos sí sirvieron para mejorar algunas cuentas. Las reservas de divisas se duplicaron y las cuentas de las empresas empiezan a mejorar y emprenden el camino hacia los beneficios. Según Tafunell los beneficios empresariales crecen un 83,7%, en pesetas corrientes, entre 1977 y 1981. Esta dinámica permite a los beneficios superar a los salarios en la distribución de la Renta Nacional en 1985, cosa que no sucedía desde 1970. En 1978 los salarios suponían el 52,4% de la Renta Nacional. En 1986 había pasado a ser sólo el 45,5%.
Los Pactos de la Moncloa fueron «el punto de partida de una nueva etapa», como decía literalmente su texto, pero esa nueva etapa fue la de los topes salariales, la de la precariedad en el empleo y la del despido libre.

Jesús M. Pérez | Nuevo Claridad |

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