HISTORIA DE LOS PARTIDOS POLITICOS

PARTE II: "EL YRIGOYENISMO"

CAPITULO 9


LÍMITES DE LA TÁCTICA INSURRECCIONAL YRIGOYENISTA
El radicalismo argentino nació de la Revolución del 90, como expresión política de la democracia burguesa en una sociedad dominada por una oligarquía terrateniente-mercantil asociada al capital extranjero, que tuvo las debilidades y vacilaciones de la burguesía de un país oprimido por el imperialismo y mostró desde el gobierno su contenido de clase al reprimir con puño de hierro las luchas del proletariado.
En el radicalismo confluyeron y se superaron dentro de una nueva unidad las tendencias políticas democráticoburguesas anteriores al 90, mientras la oligarquía se enquistaba en el Estado y sus adeptos recibían el nombre de conservadores.
Al iniciar la Unión Cívica Radical en febrero de 1904 una nueva etapa, con la reunión de su Comité Nacional y la ya notable influencia orientadora de Hipólito Yrigoyen, concretó sus objetivos tácticos en la conquista del poder mediante la intransigencia frente a la oligarquía y la abstención en las contiendas electorales. La abstención era la aplicación práctica de la intransigencia, pues concurrir a comicios fraudulentos y decididos de antemano equivalía a legalizar la autoridad ilegal de la oligarquía o claudicar ante las maniobras tan comunes del oficialismo de abrir sus listas de candidatos a los radicales para dividirlos y separarlos de su tronco fundamental. Pero esa táctica (o programa negativo, según la definición de Ferri) suponía, anunciaba y preparaba la insurrección armada (o programa positivo, en los términos del socialista italiano), y el levantamiento del 4 de febrero de 1905 la sometió a la prueba de los hechos.
Quedaba en pie otro hecho real ineludible: el fracaso de las conspiraciones radicales. El radicalismo no triunfó por acción violenta, pero sin largos años de intransigencia y sin el empleo de una táctica insurreccional que desbarataba los planes de evolución pacifica de la oligarquía, tampoco hubiera triunfado por el comicio. El país habría tenido en tal caso un radicalismo tan minoritario como el socialismo, compeliendo a las masas populares a buscar otros conductores.
La insurrección obedecía a una necesidad real y legitima de los sectores sociales que aspiraban a la democratización del Estado, sin postergarla para las calendas griegas a la espera de la madurez de la conciencia política de las masas populares.
De no ser así, ni la oligarquía la hubiese temido ni Yrigoyen la hubiese instrumentado. Derechos que se niegan son derechos que se reclaman. La represión nunca se aplica a un pueblo inerte. Pero la oposición dinámica al Estado oligárquico no se manifestaba espontáneamente por sí misma o de una manera arbitraria. Requería una dirección encauzadora y orientadora.
Si el país estaba colocado en los cauces de la democracia burguesa (y lo estaba verdaderamente, a pesar de la sobrevivencia de algunas formas socioeconómicas precapitalistas), la antítesis radicalismo-oligarquía (causa-régimen) no planteaba la ruptura revolucionaria entre dos etapas históricas, sino simplemente la eliminación de los obstáculos que impedían el avance dentro de la etapa democraticoburguesa.
Yrigoyen llamó el régimen al complejo de intereses económico-políticos y le opuso la causa. Señaló así la contradicción entre la minoría gobernante y la mayoría popular, contradicción que no afectaba los principios de la democracia burguesa, sino su aplicación efectiva y su expansión, y, por lo tanto, podía superarse dentro del orden establecido, al ampliarse la base popular del Estado y ocupar el gobierno el radicalismo. Su actividad insurreccional se encaminaba a modificar la relación entre la oligarquía y el pueblo en función del poder político; nada se descubre en ella que autorice a suponer la intención de reformar la estructura socioeconómica existente.
La intranquilidad social, unida a las simpatías que ganaba la causa en los medios militares y en las esferas de la administración pública, aislaba a los círculos oligárquicos. Estos y el capital extranjero deseaban la continuidad de la legalidad iniciada en 1862. Su lema seguía siendo Paz y Administración en su propio beneficio. El radicalismo no les amenazaba sus intereses fundamentales. Al contrario: la participación se tornaba indispensable para asegurar la paz y la administración. Tan maduras estaban las condiciones objetivas y subjetivas para ese cambio en las bases políticas del Estado, que un movimiento vencido tantas veces cuantas empuñó las armas obtuvo de su enemigo tradicional las garantías legales para suplantarlo en el poder.


CAPÍTULO 10
LA DECADENCIA DEL LIBERALISMO OLIGÁRQUICO
El cónclave intelectual que gobernó a partir de la federalización de la ciudad de Buenos Aires, sin duda la elite del pensamiento de la República, se inspiró en la variante utilitaria del liberalismo.
No hubo dos oligarquías: una sola minoría poseía la tierra, administraba el Estado y dictaba, la cultura.
Pero si la oligarquía profesaba el liberalismo, no todo el liberalismo se depositaba en la oligarquía. No era la ideología de ella exclusivamente; la sobrepasaba y le otorgaba una gran fuerza inhibitoria en la lucha contra sus adversarios políticos y contra las nuevas clases sociales, también liberales y, por lo tanto, coincidentes en lo sustancial de la concepción del Estado y de la sociedad.
El liberalismo siempre pretendió ser sinónimo de democracia
Benedetto Croce lo llamó la religión de la libertad, pero reconoce (aunque no delimita el alcance de la libertad liberal y la postula absoluta, perfecta o, al menos, el ideal de la humanidad) su antítesis con la democracia.
Del análisis histórico del autor italiano se infiere (implícito entre sus reticencias) que el liberalismo nació para reprimir, aplacar y encauzar la ola plebeya que se levantó furiosa y ciegamente con las revoluciones antifeudales de la burguesía, y luego, para subsistir en el siglo XX enfrenta a la nueva ola, ya no ciega, del proletariado en lucha por la democracia integral.
La antítesis liberalismo-democracia resulta palpable del análisis del proceso social argentino, pues si el liberalismo fue el triunfo de la civilización sobre la barbarie y dio las formas estructurales, las normas jurídicas y la filosofía política de la organización nacional, también cavó trincheras y construyó murallas para obstruir el avance de la libertad y de la democracia de las clases sociales explotadas que se desarrollaban con la expansión capitalista.
Pero, se argüirá, esa doble tarea (civilizadora y represiva) del liberalismo fue cumplida en la Argentina posterior a Caseros por la oligarquía (minoría gobernante, terrateniente, cipaya y culta) y solamente en escala secundaria por la débil burguesía nacional: por lo tanto, si el liberalismo es la religión de la libertad de la burguesía, la oligarquía era una burguesía y cualquier discriminación entre ellas resulta artificial o formal. A la objeción respondemos:
la unidad ideológica (el liberalismo) contenía en sí, sin superarla, la contradicción oligarquía-burguesía, y ni aun cuando ésta se agravó en la lucha del régimen con la causa aquélla se quebró, lo que explica, si tenemos en cuenta el contenido de clase del liberalismo, los éxitos de la política del acuerdo y el ascenso del radicalismo al poder por vía pacifica y legal, así como sus vacilaciones y claudicaciones una vez en el gobierno hasta ser derrocado por una conspiración oligárquica;
la oligarquía argentina, cuyo acmé fijamos en el 80 y cuya decadencia se prolonga hasta hoy, nunca fue feudal, falsa adjetivación que durante muchos años oscureció la interpretación de nuestra historia y contribuyó a desorientar a los movimientos de liberación nacional y a las luchas de la clase obrera; y
si la oligarquía argentina se componía de terratenientes capitalistas y agentes del capital extranjero estrechamente entrelazados en la aplicación de una política de desarrollo capitalista del país como apéndice del imperialismo en general, y del Imperio Británico en particular, es evidente que debía ser necesariamente liberal (entre otras razones, porque la expansión imperialista anglosajona y francesa se hizo bajo el signo del liberalismo) y, al mismo tiempo, entrar en contradicción con la burguesía nacional (industrialista, proteccionista, interesada principalmente en la expansión del mercado interno), no en la esfera ideológica, sino en la lucha por el poder y por la conducción económica de la República.
Los oligarcas se recriminaban entre sí el haber hecho de la doctrina de Alberdi su programa de enriquecimiento personal.
Pellegrini estaba en el apogeo de su influencia política, cuando Roca (1901), que le debía el segundo ascenso a la presidencia (1898), le encomendó gestionar en Europa la unificación a largo plazo de la deuda pública argentina. La operación fue el mayor triunfo y la mayor derrota de la gran muñeca.
Triunfó al conseguir la aceptación de la propuesta por la banca europea, pero sufrió un tremendo descalabro politico al desencadenar una violenta oposición popular a una medida cuyo resultado seria la entrega de las aduanas y de las rentas a los capitalistas europeos.
Si en el 90 el presidente Juárez Celman vio sumarse a la oposición a Roca, Pellegrini, Mitre y a otros personajes de su misma política entreguista, en 1901 Pellegrini pagó las culpas de la oligarquía, y sus amigos lo abandonaban, mientras una multitud enfurecida apedreaba su casa.
Mitre repudió la unificación de la deuda y el presidente Roca retiró del Congreso su malhadado proyecto.
El partido oficialista se dividió: una parte siguió a Roca (en buenas relaciones con Mitre) y el resto acompañó a Pellegrini, quien, en busca de las aguas del Jordán, tendió un puente a sus máximos acusadores, los radicales.
La táctica del acuerdo obedecía a algo más que la intención de la oligarquía de quebrar al radicalismo; respondía también a su tendencia a integrar en una gran fuerza política, bajo su comando, a los grandes terratenientes, la burguesía intermediaria, la burguesía agropecuaria y la burguesía industrial. Esta táctica había sido conducida hasta sus últimas derivaciones prácticas por el presidente Luis Sáenz Peña, quien, en 1894, encargó al radical Aristóbulo Del Valle la formación de su gabinete, por consejo de Pellegrini. Pero la experiencia no dejaba dudas acerca de lo inestable de tal unidad, incapaz de anular sus contradicciones internas y, por consiguiente, de vencer a la renovada intransigencia. Al amanecer del siglo XX, Pellegrini decidió abandonar el acuerdismo, que no evitaba a su clase ser llevada a un callejón sin salida, ni neutralizaba a la Unión Cívica Radical. Ideó una nueva táctica, cuya aplicación por el presidente Roque Sáenz Peña más tarde crearía los prerrequisitos del ascenso del radicalismo al poder. Consistía, traducida a una fórmula militar, en retirarse con el máximo de fuerzas intactas y dejar campo libre al adversario para que se desgastara.
De hecho intentaba el paso al sistema clásico del liberalismo burgués, el sistema de los dos grandes partidos, empleado en las naciones capitalistas occidentales para canalizar los movimientos de masas y desviarlos de objetivos revolucionarios. La creciente combatividad de la clase obrera, aunada a la influencia de las ideas avanzadas, fue el agente externo a la antítesis régimen-causa que más contribuyó á reducirla a los términos de una convivencia legal y pacifica.
Las huelgas se sucedían, pese a las represiones policiales y al estado de sitio.
Dos leyes represivas (la 4144 o de residencia, sancionada en 1902 para expulsar del país a esos agitadores, y la 7029 o de defensa social, aprobada en 1910) agravaron la situación.
La presión de las corrientes democráticas emergentes de las masas populares descomponían por dentro al gobierno oligárquico.
Yrigoyen contemplaba con hierática inmutabilidad las querellas orejudas. Ya no conspiraba. ¿Para qué? El enemigo se desbandaba y no retrocedía en orden como quería Pellegrini.
Pellegrini murió en 1906, pero sus ideas triunfaron en los medios oficiales. Su fracción impuso en 1910 la candidatura presidencial de Roque Sáenz Peña, el progresista neutralizado por Roca en 1892 y el hombre-puente indicado para practicar la incruenta operación de ofrecer a los radicales garantías de respeto a la voluntad de la mayoría.
Roque Sáenz Peña confiaba que los radicales detuvieran el avance del sindicalismo y del anarquismo o cargaran con las responsabilidades del fracaso. La idea de los dos partidos, turnándose en el gobierno, había ganado a los inversores extranjeros y al sector más lúcido de la oligarquía.
Tras veinte años de intransigencia radical, la oligarquía quebrada dio a la República la ley general de elecciones o ley Sáenz Peña

 

CAPITULO 11
EL YRIGOYENISMO EN EL ESTADO LIBERAL
El 12 de octubre de 1916 una exaltada muchedumbre acompaño a Hipólito Yrigoyen desde el Palacio Legislativo hasta la Casa Rosada. La victoria electoral del 2 de abril significaba menos que esa explosión pública del sentimiento de las masas populares. Había en la consagración espontánea una promesa de lucha por objetivos colocados más allá de los límites del Estado liberal, que faltaba en la disciplina racional de los comicios y en el tibio programa abstracto del radicalismo
El sabotaje a Yrigoyen se extendió por los tres poderes del Estado y por la administración pública. Ondas de difamación y de burla se difundían desde los clubes aristocráticos a las columnas de la prensa, a los escenarios teatrales, a las tertulias caseras, a la calle. Sus censores le culpaban de una corrupción que ellos eran los más interesados en estimular y los más ávidos en aprovechar. No le perdonaban que se rodeara de gentes de humilde extracción. Su autoridad sufrió, sin duda, irremediable deterioro al no destruir de entrada las bases políticas de la oligarquía.
Yrigoyen fue colocado entre dos fuegos. Descargaban sus baterías contra él, por el flanco derecho las fracciones de la oligarquía más los desprendimientos del tronco radical que formaron el antipersonalismo, y por el flanco izquierdo los socialistas, anarquistas y comunistas.
Todos veían en Yrigoyen su antítesis. El Partido Socialista Internacional lo llamó conservador clerical, sectaria definición que mantuvo al separarse del Partido Socialista y trasmitió al Partido Comunista que originó.
La primera condición para comprender al yrigoyenismo es ubicarlo en el proceso histórico nacional, como resultado, parte inherente e impulso trascendente de él, rechazando el punto de vista de la mentalidad colonial que lo separa de sus causas internas concretas y le aplica la tabla internacional de valores del liberalismo.
De la contradicción entre liberalismo y democracia se deduce la contradicción entre Estado liberal y movimiento de masas.
La antítesis puede formularse también así: El yrigoyenismo, en la medida que era determinado por un movimiento de masas (contenido), chocaba con un Estado liberal (forma) que no le correspondía ni por su origen, ni por su estructura, ni por su finalidad.
Pero el yrigoyenismo no se reducía a un movimiento de masas.
El yrigoyenismo poseía un comando político que respetaba la legalidad y al Estado liberales en la práctica del gobierno. Por lo tanto, la contradicción que acabamos de enunciar se daba también dentro del propio yrigoyenismo. Al renunciar a la intransigencia revolucionaria y aceptar la solución pacifica transaccional ofrecida por la oligarquía, al no proceder al derrocamiento de todos los gobernadores y de todas las situaciones, Yrigoyen entró en un camino que le haría imposible superar esa contradicción y que iría a parar en lo que no se atrevió, no pudo o no quiso realizar con los oligarcas y éstos ejecutaron con él sin el menor escrúpulo legal: su derrocamiento por la violencia. Con el triunfo de la ficción democrática del liberalismo se frustró el desarrollo de la revolución democrática del pueblo. Poco antes de morir, el caudillo radical resumió la amarga experiencia de sus debilidades en cinco palabras de esperanza: "Hay que empezar de nuevo”.
Los sindicatos y las huelgas violaban la legalidad liberal; el Estado liberal los prohibió y reprimió en nombre de una de las libertades más pregonadas por la burguesía revolucionaria, la libertad que suprimió las opresivas corporaciones de oficio del régimen feudal: la libertad individual de trabajo. Decretó la inexistencia de las clases, pues solamente reconocía una sociedad de individuos iguales ante la ley con prescindencia de sus desigualdades sociales. Ilegalizó las libertades colectivas para defender las libertades que le son inmanentes, las libertades individuales abstractas.
Los cambios que la política liberal promovió en el país se volvieron contra el liberalismo. Aquellas masas nativas que se opusieron al liberalismo de los unitarios y se separaron de los caudillos al convertirse éstos en liberales, encontraron nuevos motivos de lucha contra el liberalismo cuando, confundidas con las masas de origen inmigratorio, la expansión capitalista las dividió en clases y las enfrentó a la oligarquía liberal de grandes terratenientes, intermediarios y agentes del imperialismo extranjero.
La trayectoria de Yrigoyen desde el llano hasta el poder, jalonada de compromisos que afectaron el cumplimiento de la reparación integral enunciada como eje del programa principista del radicalismo, lo colocó en situación de aceptar como norma de gobierno el apotegma oportunista del general Roca: “En política se hace lo que se puede y no lo que se quiere".
Su acción reparadora se contrajo, en consecuencia, a intentar hacer del Estado el mediador en los crecientes conflictos entre las clases y en los problemas derivados de las contradicciones entre el autodesarrollo nacional y las exigencias del imperialismo extranjero.
En varios documentos dejó estampada Yrigoyen su idea de la armonía entre las clases.
Acuciado por la combatividad del movimiento obrero contribuyó a elevar las condiciones de vida del proletariado (descanso dominical obligatorio, jornadas de 8 horas en los ferrocarriles, escalafón de salarios y ascensos en todas las empresas ferroviarias, proyectos de leyes de contrato colectivo de trabajo, inembargabilidad de los sueldos, salarios, jubilaciones y pensiones menores de cien pesos, vivienda obrera, jubilaciones de ferroviarios, portuarios, tranviarios y bancarios, etc. ), pero su pretendido equilibrio entre las clases, sueño de un idealista pequeño-burgués, se quebró bajo la presión de los intereses dominantes en la sociedad y con la incomprensión sectaria de los izquierdistas del todo o nada, Espartacos de una revolución al margen de la historia.
La Revolución Rusa apasionó y movilizó a las masas trabajadoras y a la intelectualidad avanzada y, por efecto contrario, espantó a las clases dominantes y las lanzó a sangrientas cruzadas represivas. En cada huelga por aumentos de salarios la prensa seria señalaba la mano oculta de agitadores extranjeros, de maximalistas pagos por Moscú.
Para reprimir los movimientos de masas y evitar una revolución social como la de Rusia se fundaron la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina, organizaciones de provocadores y rompehuelgas que se bautizaron durante la Semana Trágica de enero de 1919 matando rusos, los cuales eran desprevenidos inmigrantes judíos de distintos países de Europa, tan preocupados de hacer la América como sus congéneres cristianos y ateos.
El gobierno yrigoyenista, embarcado en esa campaña de miedo y odio, aplastó sin contemplaciones la huelga de los obreros de los talleres de Vasena, reprimió violentamente las luchas de los agricultores de Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba y La Pampa, ahogó en sangre los grandes movimientos proletarios de los Ferrocarriles del Estado, de la Patagonia y de La Forestal. Fue el instrumento del imperialismo, de la oligarquía y de la burguesía (en su totalidad) para inmunizar al país, mediante el terror, del contagio de la revolución social.

CAPÍTULO 12
YRIGOYENISMO E IZQUIERDISMO
Escolásticos y liberales gravitaron como agentes externos sobre un desarrollo social que aún no ha encontrado su propia ideología y, por lo tanto, no es autodesarrollo.
Los izquierdistas atacaron al yrigoyenismo por considerarlo el avatar de la barbarie argentina, la prueba de que el caudillismo no había muerto, la lacra de la denostada política criolla.
Quienes nunca se apartaron en su ya larga trayectoria partidaria de la idea de la evolución pacífica hacia el socialismo a través de la educación, de la legislación y de la cooperación y, en consecuencia, se opusieron a los cambios sociales por la acción violenta de las masas, solamente podían respaldar huelgas revolucionarias en la medida que contribuyeran a deteriorar o derrocar al gobierno yrigoyenista, sin entrar en sus cálculos que fuera de la oligarquía ningún sector político estaba en condiciones de capitalizar el debilitamiento o la caída del presidente radical.
Ante la situación contradictoria en que se había colocado Yrigoyen correspondía orientar la lucha de las masas de modo de aislarlo de la oligarquía y del imperialismo y no de arrojarlo en brazos de ellos, pero para idear y aplicar tal táctica hubiera sido necesaria una madurez política y teórica que no poseían los jefes izquierdistas y los dirigentes sindicales de entonces. Su sectarismo y su incomprensión del proceso social dieron por resultado inmediato el descenso de los movimientos obreros y campesinos y el decrecimiento del prestigio popular de Yrigoyen, que era lo que más deseaban los oligarcas conservadores y las empresas extranjeras.
De lo aquí expuesto se colige que les sobraban razones doctrinarias a los socialistas, igual que a todos los liberales, para atacar la política de neutralidad sostenida inflexiblemente por Yrigoyen durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y exigir la entrada de la Argentina en la contienda junto a los imperialismos aliados. Francia, Inglaterra y Estados Unidos encarnaban el ideal liberal de continuidad del progreso en línea recta hacia el infinito. Alemania militarista y estatista amenazaba a ese ideal; su victoria traería la interrupción de la marcha rectilínea de la humanidad en dirección al progreso y la libertad.
[Yrigoyen] no era aliadófilo ni germanófilo: pudo defender la neutralidad argentina de la tremenda presión de los círculos belicistas gracias al gran respaldo popular a favor de la paz.
Otros actos del gobierno de Yrigoyen confirman la independencia de su política exterior:
a) El pedido a la Asamblea de la Liga de las Naciones en 1920 de admisión de Alemania y de igualdad en la dirección del organismo de todos los países participantes. La Argentina se retiró de la Liga al rechazarse esa propuesta.
b) La no ratificación del tratado del ABC: (Argentina, Brasil y Chile), mecanismo fraguado por Estados Unidos para instrumentar la política del sur del continente, cuya verdadera finalidad se evidenció en su nefasta intervención en el conflicto que el gobierno de Washington tuvo con México y en la fracasada conferencia de Niagara Falls.
c) Apoyo irrestricto al Uruguay para el caso de ser invadido su territorio por alemanes del sur de Brasil.
d) Alejamiento del panamericanismo sustentado por la Casa Blanca y negativa a firmar en 1928 el pacto Kellogg.
El liberalismo combatió esa política. Conservadores, radicales antiyrigoyenistas y socialistas coincidían en afirmar que Yrigoyen "en el fondo era germanófilo y dictatorial".
Yrigoyen demostró en la política exterior la firmeza que le faltó en la conducción interna. En aquélla contó con el apoyo de un movimiento policlasista de oposición al imperialismo; en ésta tuvo que optar en la lucha de clases y eligió el camino del liberalismo burgués. Los izquierdistas no lo comprendieron, pues miraban al país con ojos extranjeros y se lamentaban de que la Argentina no fuese igual a las naciones democrático-burguesas más adelantadas para poder ellos ser las réplicas de sus congéneres y maestros de fama mundial.

CAPÍTULO 13
UBICACIÓN HISTÓRICA DEL YRIGOYENISMO
Con el yrigoyenismo se inició la política popular y, en consecuencia, auténticamente nacional, a diferencia de la política oligárquica para la cual bastaba que el Estado, la unidad nacional y la democracia existieran como formas jurídico-políticas instrumentadas en provecho de minorías parasitarias de rentistas terratenientes, especuladores, intermediarios y accionistas extranjeros.
En Yrigoyen apuntó por primera vez en la Argentina un concepto de la libertad que se apartaba de las nociones corrientes del liberalismo, es decir de la libertad postulada en función del individuo abstracto, al margen de la sociedad, como ser total en una sola persona. Enseñaba que el radicalismo, en el cual veía a la patria definitivamente encarnada al término de largas luchas, ofrecía a los argentinos el único camino de liberación, y lo identificaba con el Estado al inyectar a éste el contenido moral absoluto, la realización de la moralidad misma, que le faltaba mientras gobernó la oligarquía. Esta filosofía política no podía tener en la práctica otra traducción que el Estado democrático popular fuerte, el Estado más apto para la expansión de la actividad política y sindical de la clase obrera y de las luchas por la emancipación nacional de todo el pueblo, el Estado que al violar las reglas del liberalismo clásico desataba el odio y la ira de los liberales, quienes se arrojaban como fieras contra el tirano y el demagogo Yrigoyen y le obligaban a retroceder, a hacer concesiones, a claudicar ante la anacrónica legalidad oligárquica.
Con la herencia de Yrigoyen ha sucedido lo mismo que con la de muchos fundadores de movimientos políticos o sociales: aquellos que se proclaman sus más fieles depositarios no tardan en subvertirla o traicionarla, y la continuidad aparece por caminos imprevistos y de otro origen. La historia no se deja engañar por juramentos de amor y el pueblo sólo cree en sus elegidos.
Yrigoyen intuyó la necesidad histórica de unir en un solo movimiento a todo el pueblo para destruir el poder de la oligarquía y reemplazar la unidad nacional ficticia que ella fraguó por la unidad nacional auténtica nacida de la soberanía popular. Era, con todas sus limitaciones, una concepción antiliberal y se echó encima la oposición agresiva del liberalismo que impregnaba a los partidos, sin excluir al radicalismo.
Su concepción del movimiento que uniera a la nación sobre la base del gobierno del pueblo (no de un frente o unión de partidos como más tarde lo formularan los comunistas) dejó de alarmar a la oligarquía tan pronto como Yrigoyen se avino a concurrir a la compulsa electoral. La soberanía popular se diluía en el sistema de múltiples partidos que resultaba ser el mayor obstáculo opuesto a cualquier plan de unir al pueblo en un movimiento nacional. En la necesidad de poner ese obstáculo al avance del yrigoyenismo estuvieron de acuerdo las derechas y las izquierdas, los conservadores y los socialistas.

CAPITULO 14
EL PODER DE LOS GRANDES GANADEROS
En los años previos al desmoronamiento del régimen político rosista (1852 ) era visible la decadencia de la ganadería de viejo tipo que había sido su principal sostén socioeconómico (producción de tasajo, exportación a los mercados esclavistas de Brasil y Cuba, campos sin alambrar, saladeros, razas criollas, etc. ). Junto con la introducción del alambrado, de las razas vacunas y ovinas inglesas y de la alfalfa, los campos bonaerenses y entrerrianos se poblaron de criadores de ovejas (vascos, irlandeses, escoceses), que poseían o arrendaban extensiones de 200 a 300 hectáreas. La lana pasó a ocupar, a partir de antes de la batalla de Caseros, el primer puesto en la producción y la exportación del país, mientras que las de tasajo se redujeron a cifras mínimas.
La demanda creciente del mercado inglés, la construcción de ferrocarriles de fomento de la producción de granos con destino a su exportación por el puerto de Buenos Aires y la política colonizadora de los gobiernos estimularon a la corriente inmigratoria a multiplicar el número de chacras en la pampa húmeda.
Los capitales y la fuerza de trabajo inyectados en el campo argentino por la colonización capitalista dieron origen a nuevas clases sociales (terratenientes y arrendatarios capitalistas, obreros agrícolas, obreros del transporte, obreros de las manufacturas que elaboraban los productos agrícolo-ganaderos, etc.) y acrecentaron a cifras absolutas fabulosas la renta de la tierra, cuya parte del león embolsaron los antiguos y los nuevos grandes terratenientes por el derecho que les otorgaban los títulos de propiedad heredados, comprados o recibidos en pago de servicios.
Para que se invirtiera el proceso de desplazamiento de la ganadería vacuna se hacían indispensables tres requisitos: la demanda de Europa, el mestizaje de las razas y el empleo de métodos de conservación de las carnes. Estos tres requisitos se dieron, al cabo de varios años de esfuerzos y ensayos, en la última década del siglo pasado.
Era habitual hasta no hace muchos años, en una literatura que de marxista sólo tenía el nombre, clasificar a la Argentina dentro de la categoría de país feudal, semifeudal, con resabios feudales o feudalburgués. La prédica política reformista o revolucionaria inspirada en tan notoria deformación de la realidad no convencía ni a los obreros rurales, ni a los chacareros, porque presión demográfica de campesinos pobres, semejantes a los de la antigua China o de la antigua Rusia, no hubo en la pampa argentina y para encontrar minifundios era y es menester trasladarse a las zonas marginales. En vano se buscarán rastros de antifeudalismo en la gran huelga agraria de 1912, el grito de Alcorta, en la zona cerealera más rica del país, movimiento prohijado por los colonos inmigrantes con el fin de participar en el colosal aumento de los ingresos de los grandes terratenientes y compartir con ellos la propiedad del suelo.
La pampa argentina nunca conoció las unidades socioeconómicas de subsistencia o autoabastecimiento. La economía agraria se orientó desde su origen a la producción mercantil, principalmente para la exportación.
La estancia (igual que la chacra) es una unidad de producción capitalista; el estanciero pertenece a la clase de los terratenientes capitalistas, los arrendatarios son arrendatarios capitalistas y los obreros rurales, tanto si descienden de los románticos gauchos como si sus abuelos vieron la luz bajo el cielo de Génova, La Coruña o Sebastopol, forman parte del sistema capitalista de producción agraria.
De la colonización capitalista (precedida de los repartos de la época de Rosas y de las donaciones ocasionadas por la conquista del desierto) arrancó la extraordinaria movilidad del régimen de la propiedad de la tierra en la pampa argentina.
Cuando mencionamos a los grandes ganaderos no evocamos, pues, a una aristocracia tradicional con raíces en la Colonia o más acá todavía, en los tiempos de Juan Manuel de Rosas. Nos referimos a una clase social cuyo poder económico y político emergió de la colonización capitalista y se afianzó al abrirse el mercado inglés a las exportaciones de carnes.
El enriquecimiento de los grandes ganaderos comenzó al implantarse la industria frigorífica y, ante todo, al pasar de la congelación del ovino a la del bovino. Su impulso inicial de proporciones data de la guerra anglo-boer (1899-1902) con las remesas de carne congelada a Africa del Sur. El gobierno argentino dictó leyes que otorgaban privilegios a las compañías frigoríficas: exención de impuestos, subsidios, garantías al capital invertido, etc.
El trust organizado por las empresas frigoríficas inglesas y norteamericanas, poco tiempo después de instaladas estas últimas, abarcaba desde las compras de ganado en la Argentina hasta las ventas de carne al consumidor británico y se ensambló con el pequeño grupo de ganaderos del chilled (enfriado) para ejercer una influencia económica, financiera y política poderosa. Las empresas norteamericanas, sometidas en los Estados Unidos a la ley anti-trust Shermann, contaron en la Argentina con la ayuda de los grandes ganaderos para monopolizar, de acuerdo con las inglesas, la industria y el comercio de la carne.
Al comenzar la década de l920 Gran Bretaña era prácticamente el mercado único de las exportaciones argentinas de carnes (el 90 por ciento del chilled que compraba procedía del Plata), pero los frigoríficos norteamericanos dominaban al pool que abarcaba todo el proceso.
Pero en 1921 los precios de la carne cayeron de golpe (la libra de carne limpia enfriada bajó en el mercado de Liniers de 0,312 pesos en 1920, a 0,269 pesos en 1921, a 0,127 pesos en 1922 y a 0,182 pesos en 1923), mientras mejoraban las cotizaciones de los cereales.
La crisis agitó a los ganaderos. Los criadores acusaron a los invernadores y grandes criadores invernadores de complotarse con las empresas frigoríficas en perjuicio de la economía general del país. Por primera vez se hicieron investigaciones y estudios serios sobre la producción, la industrialización y el comercio de carnes. Quedó probada la existencia del pool y de la sorda lucha intermonopolista.
De nuevo la diplomacia británica hizo valer sus influencias para que el gobierno argentino interviniera en la industria de la carne. En resumen: Gran Bretaña pretendía asegurarse, a través de la intervención del Estado argentino, un control de la industria y del comercio de carnes que le permitiera ajustar las clavijas a los frigoríficos norteamericanos. Era la misma política que siguió con el petróleo, con los transportes, con los bancos y con el comercio exterior de nuestro país tan pronto como advirtió la infiltración de los intereses de Estados Unidos. Los criadores de ganado la aplaudieron, puesto que para ellos la causa de la crisis residía en la extorsión a que los sometían los frigoríficos.

CAPÍTULO 15
LOS CHACAREROS Y LOS PARTIDOS POLITICOS
Dentro de la línea de fortines, las tierras se vendieron o regalaron con una insistencia que se explica por el afán de los gobernantes de crear propietarios que promovieran el desarrollo social estimulados por el acicate de valorizarlas y obtener renta.
En la Argentina, la tierra fue propiedad del Estado antes de ser propiedad privada, pues ésta última tenía por base jurídica su origen en la primera, o sea el haber sido cedida o vendida a particulares o compañías flor el Estado. Las consecuencias eran las mismas si el Estado-propietario invocaba el titulo de heredero de la corona española o el texto de la ley enfitéutica.
La abundancia de tierras sin propietarios retardó en las colonias norteamericanas de las siglos XVII y XVIII el desarrollo manufacturero y la formación de la clase obrera, ya que nadie aceptaba conchabarse por un salario, mientras se le ofreciera la oportunidad de convertirse en agricultor-propietario independiente. Ese retardo tuvo efectos en alto grado favorables al futuro del capitalismo en los Estados Unidos. El trabajo de los colonos concentrado en el campo dio vida a un tipo de economía doméstico-rural: los inmigrantes labraban la tierra por sí mismos, construían sus casas, hilaban y tejían, elaboraban jabón y bujías, confeccionaban calzado y ropa, vendían los excedentes en el mercado. Al incluirse la manufactura en las tareas agrícolas se frenaba la expansión del capitalismo, pero al diversificarse la producción e incrementarse la acumulación y la inversión de los campesinos se pusieron los cimientos del desarrollo industrial del futuro. Cuando por apropiación directa de los particulares o la intervención del Estado (regalos de inmensas extensiones a compañías de especuladores, fijación de precios de compra-venta de los terrenos, etc.) no quedó más tierra libre, los inmigrantes que no podían convertirse en agricultores independientes se hicieron obreros (además del desplazamiento de los excedentes de mano de obra agrícola a la industrial), los empresarios centralizaron los medios de producción y compraron la fuerza de trabajo disponible, se formó un ejército de trabajadores de reserva que contuvo el alza de los salarios, la industria se separó de la agricultura, funcionó un gran mercado interno y el capitalismo maduró con una potencialidad no igualada en otro país.
La falta de tierras sin propietarios o tierras libres hizo que la colonización capitalista en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX se proyectara sobre un fondo de parasitismo especulador. A la ocupación de los campos por los agricultores inmigrantes, a la demanda de cereales y carnes por los mercados exteriores, a la construcción de ferrocarriles y, en fin, a la incorporación del trabajo y del capital a la tierra, se adelantó el reparto de ésta entre gentes que se enriquecieron con su valorización y al venderla o al arrendarla sustraían sumas enormes a la acumulación capitalista en el agro. Las leyes de favor dieron lugar al siguiente reparto: "Ciento cincuenta y cuatro personas, que nunca colonizaron, recibieron porque sí, sin el menor justificativo, 2.828.317 hectáreas. De estas 154 personas, 70 eran militares de alta graduación (20 generales, 38 coroneles, 10 tenientes coroneles, 2 mayores) que obtuvieron hasta el año 1896 trescientas once leguas o sea ochocientas cuarenta mil hectáreas. Todo ello, aparte de las donaciones que les fueron hechas por la ley de premios militares del año 1885. La colonización argentina se orientó desde su origen hacia el mercado. Fue una colonización dirigida.
El inmigrante no vino a realizar el sueño alberdiano de crear una economía diversificada de autoabastecimiento en granjas que le aseguraran, ante todo, el propio sustento; no vino a completar la siembra y la cosecha o la cría del ganado con la elaboración de sus productos en la misma tierra. Lo trajo la empresa colonizadora que le pagó el pasaje y le adelantó dinero para sus inversiones iniciales en casa, herramientas, semillas, etc., o viajó por su cuenta y el gobierno o los parientes le ayudaron en los primeros pasos, pero para convertirse de inmediato en productor de cereales y carnes destinadas a lejanos mercados.
Así se explica el papel protagónico que ha tenido en la organización de la economía agraria argentina la burguesía intermediaria. Tiene vieja historia. Data de los albores de la Colonia. Pero con la colonización capitalista su poder se multiplicó y se extendió. La colonización misma fue en gran parte su obra. Financió el traslado y la radicación de los inmigrantes e instaló los primeros almacenes de ramos generales, institución típica del campo argentino que oficia de compradora de las cosechas, acopiadora, depositaria, prestamista, vendedora de toda clase de artículos y termina por adueñarse de las tierras.
Forman la burguesía intermediaria exportadores, importadores, mayoristas, minoristas, consignatarios, comisionistas, cerealistas, rematadores, etc., que tienen por común denominador la oposición a ultranza al intervencionismo del Estado, el anti-industrialismo y la defensa de la política de las inversiones extranjeras.
Sobre el destino de la masa de plusvalía creada por el trabajo incorporado a la tierra argentina en el curso de la colonización capitalista gravitaron tres factores que entorpecieron el proceso acumulativo y expansivo de la economía agraria:
1) La preexistencia de un régimen de propiedad privada.
2) El gigantismo del capital comercial de la burguesía intermediaria, cuyas cuotas de ganancias aumentaban a costa de las ganancias agropecuarias por quedarse con diferencias considerables entre los precios de compra al productor directo y los de venta a los mercados, y entre los de importación y los de consumo, por especular con los altibajos de las cotizaciones debido al mejor conocimiento del mercado, por las compras a término y las ventas a plazo, por los préstamos hipotecarios y usurarios, por las comisiones y, en resumen, por sus relaciones con el capital extranjero y los grandes terratenientes y su participación privilegiada junto a ellos en el reparto de la renta nacional.
3) La orientación dominante de la economía agropecuaria hacia el mercado exterior, su amoldamiento a las demandas del consumidor extranjero, característica que le imprimió su peculiar sentido exógeno y su dependencia de los oligopolios comerciales, industriales y financieros internacionales.
Una parte de los inmigrantes había logrado incorporarse a la clase de los grandes y medianos terratenientes o enriquecerse en el comercio y la usura, mientras las ambiciones de la mayoría se veían frustradas por el monopolio de la tierra y el saqueo del capital comercial y las empresas extranjeras.
Ya en la década del 1880-1890 se registraron movimientos de agricultores inmigrantes que reclamaban la rebaja de los arrendamientos, el acceso a la propiedad privada de la tierra y el pago de sus cosechas en oro (no en el peso desvalorizado por la maniobra inflacionista clásica de los exportadores), es decir que enderezaban su ofensiva contra los terratenientes y la burguesía intermediaria.
No cuestionaban esos movimientos al régimen de propiedad y no cabe suponer que en un país con superabundancia de tierra virgen o inculta, escasa densidad demográfica y economía de mercado (no de subsistencia) fuera razonable pedir la limitación de la cantidad de hectáreas poseídas individualmente.
Es a todas luces claro que el chacarero no vivía al nivel del campesino pobre de las sociedades con superpoblación rural o economía estrangulada por relaciones de clase precapitalistas, sin otra salida a su permanente pauperización que el reparto de las tierras expropiadas a sus antiguos dueños y el salto a un nuevo régimen agrario. No atacaba a la propiedad, sino a los obstáculos que le impedían enriquecerse. La índole débil y provisional de su oposición a los terratenientes y a la burguesía intermediaria se reflejó en las líneas zigzagueantes de las organizaciones que fundaron y de los partidos políticos que contaron con su aporte.
El contenido de clase y los objetivos de las luchas campesinas en la pampa húmeda se desprenden con claridad del análisis del grito de Alcorta, la gran huelga agraria de 1912 que se extendió por el sur de Santa Fe, el norte de Buenos Aíres, el sureste de Córdoba, Entre Ríos y La Pampa. Allí en la amplia zona de los cereales, las contradicciones generadas por la colonización capitalista adquirieron la mayor intensidad. El monopolio del suelo (con arrendamientos variables entre el 38 y el 54 por ciento) y el pillaje del comercio estrangulaban las economías de los chacareros que no cesaban de inmigrar de Europa en busca de la tierra prometida. La colosal succión de la plusvalía del trabajo agrícola por la renta y la ganancia enriquecían a terratenientes, mayoristas y empresas extranjeras que poco les interesaba reinvertir en la zona sus ingresos.
En 1912 la cosecha fue espléndida. Los terratenientes, las firmas cerealistas exportadoras y el gobierno hicieron su agosto, mientras los chacareros, con la baja provocada en las precios de los cereales, no tenían motivos de regocijo.
Los escasos ingresos de los chacareros afectaron al comercio local, los artesanos, médicos, farmacéuticos y, en general, a toda la actividad de una región cuya vitalidad económica dependía de la capacidad adquisitiva de bienes y servicios de los productores agrarios. Esta relación de intereses explica la rapidez con que se propagó el grito de Alcorta y la espontánea solidaridad de todos los sectores populares con los huelguistas. La influencia de las ideas socialistas y anarquistas, por conducto de algunos inmigrantes que las asimilaron en Europa o del Partido Socialista y de la Federación Obrera Regional Argentina, no suscitaron movilización muy amplia en un medio social compuesto de una inmensa mayoría de católicos de mentalidad conservadora. El aporte de los militantes y simpatizantes de esas corrientes ideológicas fue más de experiencia organizativa que de educación en doctrinas muy diluidas.
Vanos resultaron los esfuerzos de los dirigentes socialistas y anarquistas por obtener que los sindicatos obreros declararan un paro en solidaridad con los chacareros y nada autoriza a afirmar que existiera conexión entre el movimiento iniciado en Alcorta y la huelga ferroviaria de enero de 1912, salvo sus causas objetivas comunes en la crisis económica de 1911. Fuera de los obreros rurales y braceros de las máquinas desgranadoras, que por sus tareas estaban vinculados a la actividad de la chacra y respondieron al llamado de los dirigentes de la Federación Obrera Regional Argentina, el proletariado permaneció en actitud contemplativa sin entrar en la lucha. El gobierno, entonces en manos de la oligarquía conservadora liberal, atribuyó el conflicto a la infiltración de los agitadores profesionales para difundir el engaño de que los agricultores estaban absolutamente satisfechos con las condiciones de sus contratos respectivos y justificar los encarcelamientos, persecuciones y condenas de los dirigentes agrarios.
Los terratenientes tuvieron que ceder ante lo imponente de la fuerza movilizada por los chacareros y comprendieron que para no verse obligados a hacer nuevas concesiones y recuperar las posiciones perdidas debían desconocer los comités de huelga y demás organizaciones campesinas y tratar individualmente con los chacareros. La Sociedad Rural de Rosario resolvió, al mismo tiempo que llegar a acuerdos con los huelguistas, "que se aconseje a los propietarios o arrendatarios de campos que se entiendan directamente con los colonos de sus campos, sin que tomen participación alguna elementos extraños". Los chacareros respondieron con la fundación de la Federación Agraria Argentina, en el Congreso Constituyente de Rosario del 15 de agosto de 1912, por iniciativa del doctor Francisco Netri.
En una economía agraria extensiva, mercantil y especuladora en alto grado, en la que los chacareros no buscaban la satisfacción directa de sus necesidades (como podía serlo en una economía natural o de autoabastecimiento), sino la ganancia con la venta de los productos agrícolas al transformarlos en mercaderías, la lucha entre arrendatarios y terratenientes giraba alrededor de la apropiación de la renta por los terratenientes que en la zona cerealera absorbía las ganancias de los chacareros y los descapitalizaba o no les permitía capitalizarse. El acceso a la propiedad de la tierra se concebía como resultado de la compra o de la herencia y de ninguna manera de una operación revolucionaria o reformista que pusiera en tela de juicio el derecho de propiedad.
El doctor Juan B. Justo tuvo gran ascendiente intelectual sobre el doctor Netri y otros dirigentes y militantes agrarios, y hubo afiliados socialistas en puestos de responsabilidad de la Federación. Y, sin embargo, la influencia del Partido Socialista en el movimiento generado por el grito de Alcorta decayó hasta desaparecer.
En el campo argentino no existe presión demográfica sobre la gran propiedad territorial desocupada o semiocupada, como en otras partes del continente.
Expropiemos primero los latifundios para entregar las tierras a quienes dentro y fuera de nuestras fronteras no las tienen y las reciban con la obligación de trabajarlas bajo un sistema de cooperativas cuya superioridad sobre el individualismo económico se pruebe en la práctica (mayor productividad, progreso técnico, bienestar general, desaparición de los desniveles sociales, etc. ). Si deseamos llevar adelante esta política debemos luchar por el poder revolucionario de la clase obrera y no esperar de los chacareros (campesinos medios y ricos) que renuncien de antemano a la posibilidad de poseer más y más tierras. Porque, a diferencia de los países en los cuales un numeroso campesinado pobre carece de otro horizonte que el que le ofrecen la expropiación y el reparto de las propiedades de los terratenientes, en la Argentina el campesino que se empobrece se proletariza y cambia de clase al vender su fuerza de trabajo en la chacra, la estancia o la fábrica. Hay desocupación obrera, pero no campesinos condenados a morirse de hambre en su pedazo de tierra, y hasta en aquellas zonas donde por el minifundio o distintas causas la explotación del propio campo no le da para mantener a su familia, el éxodo durante una parte del año lo semiproletariza en ingenios, minas y obrajes. Este es un índice del grado de funcionamiento de una economía capitalista.
La Federación Obrera Regional Argentina (FORA) comprendía con exactitud las diferencias de clase y la oposición de intereses entre los chacareros (arrendatarios capitalistas) y los obreros rurales, aunque subestimaba la existencia de estos últimos y los hechos la obligaron a admitirla al estallar en 1919-1920 movimientos proletarios en las chacras por aumento de salarios, disminución de las horas de trabajo, mejor trato y otras reivindicaciones. Para los obreros rurales, los chacareros resultaban ser sus explotadores, y eran en realidad los que les imponían duras condiciones con el objeto de asegurarse la mayor ganancia posible, pero una parte de esa ganancia salía de la casa del chacarero en forma de renta e iba a enriquecer al ocioso terrateniente. El contacto establecido en Adolfo Alsina, zona del conflicto obrero y de altos arrendamientos, entre la Federación Agraria Argentina y la Sociedad de Oficios Varios, adherida a la FORA, se inició en el terreno de la lucha de los obreros rurales contra los chacareros y evolucionó hasta el acuerdo de ambas organizaciones en el común propósito de reducir, y para los anarquistas, eliminar el pago de los arrendamientos.
La crisis de 1921 agitó las contradicciones entre las clases sociales del campo. De nuevo el precio de los arrendamientos fue el eje de los conflictos. Los agrarios, movilizados por la FAA, demandaron a los poderes públicos la sanción de una ley que ajustara el nivel y las condiciones de los contratos. Su petitorio tuvo amplia e inmediata acogida en la oposición, entonces embarcada en una campaña política de denuncias y criticas contra el gobierno de Yrigoyen. Éste puso por encima de las demandas de mayores ingresos por los productores agrarios, con sus consecuencias positivas para la economía general del país, el acatamiento a su persona y a su política por virtud de representar la soberanía popular en el Estado nacional, pero esta representatividad se tornaba abstracta y dejaba avanzar los planes de la minoría oligárquica si no se renovaba en la práctica de soluciones favorables a todo el pueblo.
El pacto de apoyo recíproco de la Federación Agraria Argentina con la Federación Obrera Argentina tuvo vida efímera y las nuevas relaciones de los agrarios con los socialistas se rompieron después de la sanción de la Ley Contractual Agraria. Las simpatías de la FAA rumbearon por el lado del gobierno del doctor Marcelo T. de Alvear (1922-28), que se distanció progresivamente del yrigoyenismo y se acercó a las posiciones conservadoras para realizar, bajo formas legales, la política de la oligarquía anglófila. La FAA olvidó pronto sus galanteos con socialistas y anarquistas. No ocultó su regocijo por la caída de Yrigoyen el 6 de setiembre de 1930. Confió en el general Uriburu.
Tan contradictoria actuación política delinea los avatares del alma del chacarero. No basta estar descontento para ser revolucionario, aunque el descontento induzca a admitir los cambios más radicales del orden establecido. Un año de buena cosecha despertó en muchos encrespados enemigos de la propiedad privada el dormido terrateniente conservador que llevaban adentro. La abundancia de tierra fue en esa época freno y esperanza cumplida de enriquecimiento. Sigue siendo freno y esperanza a realizar de la emancipación del pueblo argentino.

CAPITULO 16:
EL DIFICIL AVANCE DE LA INDUSTRIA
La rápida apropiación de la tierra durante el proceso de la colonización capitalista se reflejó de la misma manera en el futuro ordenamiento social al realizarla particulares argentinos o de otras nacionalidades, empresas del país o extranjeras, o el Estado. En todos los casos se instituyó el monopolio del suelo, sin el cual hubiera sido imposible la existencia del capitalismo. Acabamos de comprobar que la falta de tierra libre obligó a los inmigrantes a pagar un precio o un arrendamiento, o a vender su fuerza de trabajo. Los gobiernos se vieron presionados por los importadores e inversores extranjeros para que cuanto antes se constituyera una clase de terratenientes que orientara la economía argentina hacia la producción de alimentos como base del intercambio exportador-importador. Gobernar es poblar se contrajo en la práctica a traer de Europa inmigrantes, capitales y técnicas en función de una economía proveedora de Gran Bretaña.
Si nos atenemos a los hechos históricos, el monopolio de la tierra y las inversiones de capital extranjero (ferrocarriles, bancos, frigoríficos, usinas, etc.) deben considerarse en su doble función dialéctica de impulsos iniciales y de frenos al desarrollo económico nacional, tanto en la agricultura como en la industria.
En la Argentina se hizo en unas cuantas décadas lo que en América del Norte tardó dos siglos: repartir todas las tierras y crear, al impedir la formación de nuevos propietarios, mano de obra disponible para la industria. Pero en esos dos siglos, correspondientes a los comienzos del capitalismo de libre concurrencia, las colonias norteamericanas organizaron una economía endógena con una producción muy diversificada y un vasto mercado interno, de tal modo que, al desaparecer la tierra libre, la industria (en sus orígenes desprendida de la agricultura debido a la destrucción de la economía doméstico-rural) encontró a su disposición los elementos que hicieron posible su extraordinario progreso posterior. Las cosas ocurrieron de otra manera en la Argentina de los comienzos del capitalismo monopolista en Gran Bretaña. Al completarse la apropiación de la tierra, sin la existencia de una economía agraria diversificada que tendiera al autodesarrollo nacional, el sistema productivo del capitalismo agropecuario de la pampa húmeda pasó a depender del mercado exterior, y la presión a favor de la industria de la mano de obra excedente y de los capitales disponibles tropezó con las resistencias de una estructura socioeconómica construida para producir exportaciones de alimentos a cambio de importaciones de artículos manufacturados.
La industria argentina tuvo doble origen. Avanzó por el camino clásico de la ampliación del taller del artesano o de la transformación del comerciante en empresario fabril, y también partió del proceso productivo agricologanadero ampliado a manufacturas complementarias.
Aunque no se registraba como regla general el traslado de talleres y fábricas de Europa a la Argentina, los empresarios eran, en su mayoría, inmigrantes que en sus países natales habían sido obreros, artesanos o capitalistas.
La industria argentina dio sus primeros pasos, cualquiera fuese su origen, con el aporte del trabajo nacional, en base a las acumulaciones capitalistas internas. El capital extranjero se interesó, en un principio, por las grandes ganancias que prometía y pronto obtuvo de la venta de los productos agropecuarios al mercado exterior. Sus primeras inversiones importantes fueron en los ferrocarriles, trazados de acuerdo al plan inglés de hacer de la pampa argentina el granero y la despensa de Gran Bretaña.
Con las carnes congeladas, enfriadas y en conserva se iniciaron las inversiones extranjeras en una de las industrias más importantes instaladas en el país, la de los frigoríficos. El capital extranjero vino en busca de ganancias de una Argentina agropecuaria y exportadora-importadora, y la industria nacional nació y se desarrolló no sólo al margen de él, sino en abierta oposición.
En la Argentina de aquella época, ningún gobernante y ningún político, sin exceptuar a los socialistas, dudaba de la omnipotencia del imperialismo inglés. La manía de nuestro destino agropecuario poco menos que eterno, con exclusión del desarrollo industrial por irrealizable, irracional o antieconómico, no fue sólo la proyección en la mente de los intereses de los terratenientes y de la burguesía intermediada, sino también el complejo generado por una conciencia colonial que negaba la posibilidad cercana o remota de igualar a la primera potencia de la época, es decir, la secuela de una colonización capitalista concentrada en el abastecimiento del mercado inglés.
Eran obstáculos al adelanto de la industria:
1) La falta de capitales. Por las características peculiares de la colonización que hemos analizado en páginas anteriores, las más importantes acumulaciones de capital comenzaron en la esfera agropecuaria. El crédito bancario, la hipoteca y la política de los gobiernos favorecían este retorno del capital a la fuente agropecuaria de donde había brotado.
2) La falta de medios de transporte.
El trazado de las líneas férreas con centro en el puerto de Buenos Aires y desplegándose en abanico sobre la pampa húmeda respondía a la idea de organizar una economía agropecuaria de exportación. El ferrocarril inglés acompañó o se anticipó en la Argentina a la colonización capitalista. La orientó. Distribuyó el capital y el trabajo de manera de valorizar las mejores tierras por la explotación extensiva en vasta escala. Pobló el desierto no arbitrariamente, no para levantar una economía integral de autoabastecimiento, sino para llenarlo de productores de carne y cereales, a la vez que compradores de manufacturas, alienados al mercado inglés.
En todos los países precapitalistas donde se tendieron, las vías férreas trastornaron las antiguas formas de producción y pusieron premisas materiales del capitalismo.
El sistema ferroviario inglés no fue en la Argentina ni el precursor, ni el estímulo, ni el aliado de la industria. Esta última tropezó con obstáculos prácticamente insalvables en el trazado de las líneas, el régimen de tarifas y los privilegios acordados a los importadores.
Contaba la Argentina al empezar este siglo con el sistema ferroviario de mayor kilometraje de América Latina, pero que ahogaba a las fuerzas productivas de la industria.
3) La falta de mercado interno. Con escasa demanda por insuficiente población y bajos ingresos no podía formar un mercado interno para la industria nacional. La Argentina estaba condenada a abastecerse de manufacturas importadas en tanto no se multiplicara el número de sus habitantes y se elevara el nivel general de vida. A superar esa contradicción de la vieja sociedad tendía la política aconsejada por Alberdi.
Pero el sesgo que tomó la colonización capitalista, la influencia modeladora de los ferrocarriles sobre la estructura socioeconómica y la concentración del proceso acumulativo e inversor del capital en un agro cuya creciente opulencia dependía de las exportaciones, relegaron a la industria a la categoría de Cenicienta de la economía nacional. Las importaciones de manufacturas precedieron a la fundación de las primeras fábricas nacionales y arruinaron a la economía doméstica y al artesanado remanentes de la Colonia. De ahí que la industria argentina no tuviera necesidad de destruir relaciones precapitalistas para crear un mercado interno a sus productos, como sucedió en los países europeos; pero, en cambio, encontró un mercado interno dependiente del comercio exterior, encadenado a la producción de excedentes agrícologanaderos exportables. Su problema consistía en sustituir a las importaciones y ampliar el mercado interno existente, y para lograrlo debía cambiar la orientación general de la economía del país de exógena en endógena.
Las inversiones extranjeras (de 2500 millones de dólares actuales en 1900 y de 10500 millones de dólares también actuales en 1913) se orientaron a los ferrocarriles (el 36 por ciento en 1913), frigoríficos, servicios públicos, bancos, comercio, ganadería y agricultura. Reforzaron la subordinación del mercado interno al mercado exterior, además de extraer del país plusvalía que oscilaba entre el 30 y el 50 por ciento del valor total de las exportaciones.
Pero la industria del país en su conjunto sólo podía ensanchar su mercado interno si renunciaba a aumentos de la cuota de ganancia para competir con la extranjera y sustituir importaciones. Con el derrumbe de los precios internacionales de los productos agropecuarios y el estancamiento de las exportaciones argentinas (a partir de 1929-1930), llegó la hora de la industria, lo que no significó, ni mucho menos, que desaparecieran los factores de estrangulamiento originados por la colonización capitalista. El problema del mercado interno se presenta desde entonces con otras características.
4) La falta de mano de obra calificada y técnicos.
Para Alberdi gobernar es poblar debía ser el trasplante a la Argentina de pedazos de civilización de los países más adelantados de Europa Occidental. Propiciaba la selección de los inmigrantes entre los campesinos y obreros de las regiones con agricultura moderna y gran industria.
Su vaticinio no se cumplió, pues no se desvió hacia la Argentina el movimiento emigratorio que a mediados del siglo XIX partía principalmente de Gran Bretaña con rumbo a las colonias inglesas y los Estados Unidos.
A la Argentina vinieron campesinos, artesanos y obreros de las zonas más atrasadas del sur (y luego del noreste) de Europa, con excepción de reducidos grupos de suizos, alemanes y otras nacionalidades que no modificaron la idiosincrasia social del conjunto. Alrededor del 75 por ciento de esa masa inmigratoria se quedó en los centros urbanos a trabajar en servicios públicos, comercios, actividades domésticas, talleres y fábricas. Una parte mínima cambió de calidad de clase, al pasar con el tiempo, gracias a los ahorros y a la mayor capacidad o suerte en los negocios, a las filas de la burguesía intermediaria y de la burguesía industrial.
La enseñanza que se impartía en los establecimientos oficiales revelaba despreocupación por formar obreros especializados, técnicos y profesionales de la industria.
En realidad, la primera escuela práctica de mano de obra calificada en masa fue la empresa imperialista (ferrocarriles, frigoríficos), pero por una línea que deformaba y debilitaba el desarrollo de las fuerzas productivas del País.
5) La falta de materias primas y combustible.
Para ese tipo de capitalismo agropecuario, la producción de materias primas para la industria resultaba antieconómica. El mercado exterior no las solicitaba y las fábricas nacionales eran tan insignificantes que no valía h pena hacer un mal negocio suministrándoselas en el país. Por lo demás, el subsuelo de la pampa húmeda estaba desprovisto de carbón, petróleo, hierro y demás minerales indispensables al desarrollo industrial, y como la pampa húmeda representaba para la conciencia colonial la Argentina por antonomasia, a toda la Argentina se le atribuían tamañas deficiencias. Tal fue el origen del paradójico calificativo de provincias pobres aplicado a las provincias de subsuelo con mayor riqueza potencial. El opulento litoral se avergonzaba del atraso y la miseria en que yacían sus hermanas del lejano interior, cuando en verdad debía avergonzarse de alentar una frágil concepción unilateral del progreso que desnivelaba a la familia.
La ilusión que hacía de la ganadería y la agricultura, por ser primarias e indispensables puntos de partida del proceso económico, el destino eterno de la Argentina, se desvaneció con la decadencia de Gran Bretaña, pero la crisis que ésta ocasionó se prolonga desde hace varias décadas y no admite otra solución que la ruptura de los diques de contención de la fuerza de trabajo levantados en el siglo pasado por el régimen de la propiedad territorial y el reordenamiento planificado de la totalidad de la economía, con los bienes y riquezas usurpados por los monopolios extranjeros rescatados por el pueblo argentino.
Tal tipo de estructura socioeconómica pudo conservarse en equilibrio con las fuerzas productivas y confinarlas al sector agropecuario, en tanto funcionó el factor externo a que estaba sujeta. Cuándo este factor externo comenzó a deteriorarse, a la vez qué el despliegue de las fuerzas productivas rebasó los moldes rígidos de la producción agrícologanadera, toda la estructura entró en crisis.
La Primera Guerra Mundial (1914-1918) impuso de hecho barreras protectoras de los artículos manufacturados en el país y favoreció el establecimiento de nuevas fábricas. Hubo un descenso general de las importaciones.
Hipólito Yrigoyen encontró a la República, al asumir el poder en 1916, desprovista de combustibles, maquinarias y materias primas industriales, pero en los comercios se ofrecían artículos de manufactura nacional en cantidad y calidad antes desconocidas, por lo común bajo falsas marcas inglesas o francesas para calmar los prejuicios del consumidor que creía en la superioridad de la producción extranjera.
El presidente radical comprendió que la oportunidad era propicia para que el Estado asumiera la defensa del interés nacional interviniendo en el transporte marítimo y en el comercio exterior. Pocos días después de hacerse cargo del gobierno envió al Congreso un proyecto de creación de la Marina Mercante Nacional. No fue aprobado.
En su mensaje del 14 de enero de 1918 informó al Congreso que desde el año anterior el gobierno había resuelto intervenir en las ventas de cereales al extranjero y le solicitaba la aprobación de un convenio comercial con Gran Bretaña, Francia e Italia que fijaba precios mínimos al trigo y otros cereales, en base a los cuales aquellos países se comprometían a adquirir 2.500.000 toneladas para exportar antes del 1.° de noviembre de 1918. Era el primer paso hacia la nacionalización del comercio exterior. Las firmas exportadoras se alarmaron. La iniciativa privada movió poderosas influencias. Los exégetas de La Prensa y La Nación acusaron al presidente de violar las libertades constitucionales. Y el Congreso encarpetó el mensaje. Insistió Yrigoyen el 31 de marzo de 1919 y el convenio fue rechazado. Insistió por tercera vez y lo aprobó la Cámara de Diputados, pero el Senado se negó a firmar la ley.
La Argentina, indefensa, no pudo sacar ventajas para el futuro de la situación privilegiada que le creaba la guerra mundial, porque los sicofantes del coloniaje median la riqueza y el bienestar inmediatos nada más que por los ingresos del sector agropecuario y de los intermediarios.
Las consecuencias de la imprevisión no se hicieron esperar en la Argentina. Bastó que se iniciara el restablecimiento de la industria europea en 1920 para que la industria nacional sintiera el impacto y muchas de sus ramas desaparecieran. Industrias artificiales que no merecen vivir, decían los agropecuaristas, considerando axiomático que es artificial toda industria que compita con las importaciones.
Dé esa época data el contraste público de dos líneas de política de desarrollo económico nacional. Las analizaremos en el pensamiento de los dos expositores extremos: el Partido Socialista y la Unión Industrial Argentina.
¿Qué proponían los socialistas?. El doctor Justo era librecambista por la misma razón que Gran Bretaña era proteccionista: la defensa de la industria inglesa. ¿No pedía el diputado laborista inglés Víctor Fisher, fundador y secretario general de la British Workers League (Liga de Trabajadores Británicos), la protección de las mercaderías inglesas frente a la importación de mercaderías extranjeras producidas por el sweated system (bajos salarios y largas jornadas) o por industrias subvencionadas?.
La tesis Justo-Fisher apuntaba a destruir la industrialización de los países poco desarrollados. El proteccionismo inglés se complementaba con el librecambismo argentino. Esta unidad de contrarios explica que Gran Bretaña (y Francia, Alemania y los Estados Unidos) practique tradicionalmente el proteccionismo de fronteras para adentro y el librecambismo de fronteras para afuera.
Lo que quiere decir que al negar protección a la industria nacional no solamente se conspiraba contra el desarrollo capitalista de la Argentina, sino también se impedía la creación de los requisitos materiales del socialismo.
Justo y sus discípulos empleaban en sus campañas políticas un argumento más efectista y directo a favor del librecambio: la defensa del nivel de vida del consumidor argentino. ¿Cómo conciliaban esta defensa con la preferencia a los productos del trabajo extranjero de más alto nivel de vida? ¿Luchaban por mantener altos niveles de vida de los obreros ingleses o de los consumidores argentinos? Puesto que del mismo cuero salen todos los tientos debía haber algún sector sacrificado en la redistribución de la masa de plusvalía en beneficio del ama de casa argentina y del proletariado inglés. Y ese mártir o héroe inmolado no sería el industrial extranjero, sino el fabricante nacional. Lisandro de la Torre puntualizó con absoluta claridad esta falla del librecambio de los socialistas. Decía en su polémica con Justo: "Así, por ejemplo, el móvil real que persigue el doctor Justo con las exoneraciones de derechos aduaneros, no es tanto que el obrero pague unos centavos menos por el par de medias de algodón, cuanto arruinar a todos los tejedores nacionales. Sin embargo, muertas las industrias mal podrían haber altos salarios. La contradicción salta a la vista".
¿Qué proponían los industriales ? Lo expresa su vocero más caracterizado, el ingeniero Alejandro E. Bunge:
“Ha llegado para la República Argentina la hora de su nacionalismo económico. La política y las normas de acción de tal nacionalismo nos habrán de conducir a la autonomía económica. Habrán de hacer posible y real que el país oriente su producción y su comercio interno y externo de acuerdo con sus intereses y con los destinos que le están deparados.
“Nuestros diez millones de habitantes no quieren ya recibir innecesarias fruslerías en cambio de cueros y lana, quieren producir inteligentemente todo lo que necesitan, quieren dictar su comercio, quieren explotar con sabiduría y coraje las inmensas riquezas de cada una de las regiones de esta heredad argentina. No quieren que su patria siga siendo un país jornalero al servicio de otras naciones; el pueblo de esta joven República ha aprendido y trabajado ya lo bastante para establecerse por cuenta propia en su heredad nacional".
El cotejo de las actitudes antitéticas de socialistas e industriales revela una contradicción interna de la sociedad argentina: los defensores del desarrollo independiente de la economía nacional eran reaccionarios en los problemas sociales y los partidarios de la libre introducción de mercaderías y capitales extranjeros se erigían en portaestandartes de las reivindicaciones obreras.
Unos y otros podían ser instrumentos inconscientes de la historia hasta cierto limite. Tarde o temprano de la contradicción agravada al máximo surgiría la conciencia superadora que con visión del conjunto combinara el avance sin pausa de la industria por caminos propios con la conquista del poder por la clase obrera.

CAPÍTULO 17:
LA CLASE OBRERA ARGENTINA BUSCA SU UNIDAD
La desigualdad de desarrollo entre el litoral -o con mayor exactitud, la provincia de Buenos Aires- y el interior (norte y centro del país) explica las guerras civiles y el largo señorío del bonaerense Rosas sobre las provincias. Juan Manuel de Rosas mejoró y multiplicó las estancias, como fuentes de producción ganadera destinada al mercado, y disciplinó a las masas rurales al convertir a los gauchos en peones asalariados, entretanto el interior no salía del circulo vicioso de la reproducción de sus propias condiciones de existencia, con su estructura socioeconómica deteriorada por las importaciones que recibía por conducto del puerto de Buenos Aires.
La desigualdad de desarrollo entre las dos partes de la Argentina generó un movimiento de ósmosis en la población: el éxodo de mano de obra del interior hacia el litoral es un fenómeno que se prolonga, con mayor o menor frecuencia e intensidad, desde principios del siglo pasado hasta hoy.
La reserva de fuerza de trabajo (la desocupación invisible) que existía en el interior debido a su estancamiento excedía la demanda de fuerza de trabajo en la provincia de Buenos Aires; pero con la colonización capitalista la pampa húmeda necesitó mano de obra proletaria en cantidades crecientes y con aptitudes e inclinaciones que, en ciertos sectores, no les ofrecían los inmigrantes. El progreso de la producción ganadera (nuevas estancias y mayor productividad de las existentes, arreos, etc.) y la instalación de los frigoríficos hicieron indispensables obreros especializados en las tareas rurales, hijos del país; que la región pampeana no alcanzaba a proporcionar en la magnitud requerida. Asimismo en la agricultura, a la inmigración golondrina, que permanecía nada más que para levantar la cosecha y luego regresaba a sus lugares de origen, se agregó la migración golondrina de correntinos, norsantafesinos, chaqueños, santiagueños, salteños y jujeños que acudían a las chacras del sur solamente para conchabarse durante los meses de cosecha.
De lo antedicho se infiere que el gran desarrollo del capitalismo en la pampa húmeda, a partir del último cuarto del siglo pasado (la superficie sembrada de forrajes y granos subió de 340000 hectáreas en 1875 a 20 millones en 1913 y a 25 millones en 1929), originó una demanda cada año mayor de fuerza de trabajo y que para satisfacer esa demanda no alcanzaba el mero crecimiento vegetativo del proletariado rural, sino que se incorporaron a este último contingentes de mano de obra que provenían en parte del interior del país y en parte de la inmigración.
El numeroso proletariado rural así formado en la región pampeana no contó con organizaciones gremiales propias durante el periodo que estamos estudiando.
Los vínculos de los estratos de ese proletariado emergente en lo fundamental de los antiguos pobladores y distribuido en las actividades agropecuarias e industriales auxiliares o conexas de ellas con la sociedad en su conjunto y con el Estado se establecieron por medio de los caudillos políticos y de los partidos orientados a la conquista y a la conservación del poder. Hipólito Yrigoyen fue el primer caudillo que movilizó como electores a los obreros rurales y los ayudó a superar las limitaciones, corruptelas, violencias y fraudes de la época.
En 1857, a mitad del tiempo entre la caída de Rosas y la unidad nacional, un sector de este proletariado, el de los tipógrafos, que por la índole de su trabajo poseía conocimientos generales y del movimiento gremial europeo superiores a los de la mayoría de los obreros porteños, fundó el primer sindicato en la Argentina del que se tiene noticia, la Sociedad Tipográfica Bonaerense.
Escasa influencia inmediata tuvieron en el conjunto del proletariado la filial de la Asociación Internacional de Trabajo, fundada en Buenos Aires por inmigrantes (1870 o 1872) y las polémicas de marxistas y bakuninistas.
La apropiación individual de los frutos del trabajo social encerraba a la sociedad remodelada por la colonización en el circulo de las contradicciones del régimen capitalista: abundaba la tierra inculta y no había tierra libre, ríos de oro desparramaban la opulencia de las exportaciones y los salarios no cubrían las necesidades del obrero, los gobiernos pedían sin cesar mano de obra a Europa y existía desocupación.
Costó varios años formar, con hijos del país e inmigrantes, el heterogéneo personal de las empresas ferroviarias. Fue el primer sector de masas de la clase obrera argentina que, por las características dispersas a la vez que centralizadas de su trabajo, organizó huelgas que se extendieron por el interior, y también el primero que fundó -en 1887- La Fraternidad de maquinistas y fogoneros de locomotoras, un sindicato que abarcaba a obreros de toda la República.
El análisis de la década anterior a la Revolución del 90 es de gran importancia no solamente porque entonces aparecieron los gérmenes del movimiento obrero argentino, sino también porque en ella se manifestaron, con sus rasgos iniciales, las contradicciones internas del desarrollo capitalista del país. Fue la época del ajuste de los diversos elementos (fuerza de trabajo, capital, ferrocarriles, técnica) que la colonización iba trayendo a la Argentina, y ese ajuste se lograba mediante la producción agropecuaria y las exportaciones a todo vapor. Parecía realizarse el sueño que Alberdi y Sarmiento no imaginaron que pudiera terminar en pesadilla, porque ellos creían, como liberales, en el progreso en línea recta ascendente hasta el infinito y no cruzaba sus mentes la posibilidad de interrupción o caída de ese proceso por la acción de las fuerzas antagónicas generadas en su seno.
En el movimiento sindical organizado al calor de las luchas por mejoras económicas cobró relieve desde el principio la tendencia a la unidad de la clase obrera. A veces esa unidad se reducía a invocar los vínculos internacionales de un gremio o el sentido y los objetivos internacionales del movimiento obrero, pero la necesidad impulsaba al acercamiento concreto de los obreros del mismo gremio y de todos los obreros frente a los patrones y al Estado. De ahí que pronto se tratara de proyectar las luchas por mejoras económicas al plano político (o apolítico, que era la manera de hacer política de los anarquistas), o sea, de conducir a la clase obrera al cumplimiento de su papel histórico de enterradora del capitalismo y constructora de un nuevo orden social. Los transmisores de las ideologías revolucionarias o reformistas europeas no encontraban en la Argentina las bases materiales de esas ideologías, y como no podían crearlas artificialmente, su labor tuvo que concentrarse en la educación doctrinaria de la clase obrera. Sustituían la transformación revolucionaria o la reforma de las condiciones reales de la sociedad existente a su alrededor por la transformación revolucionaria o la reforma de las conciencias. Esta contradicción fundamental, que no excluía progresos en el orden organizativo del proletariado, deformó en sus orígenes al movimiento sindical y los partidos obreros.
En diciembre de 1890 apareció el periódico El Obrero, órgano oficial de la Federación. Su director, el ingeniero G. A. Lallemant, comprendió con su gran talento la médula de la contradicción que acabamos de señalar.
Decía en el editorial que "esta era del régimen burgués puro importa un gran progreso".
En las breves palabras transcriptas, Lallemant dejaba planteado el eje de los problemas de la clase obrera argentina hasta la actualidad: la combinación de sus luchas por reivindicaciones inmediatas con la participación activa en la política del país.
Dos corrientes de ideas se enfrentaron: a) los socialistas querían convertir la Federación en un partido político con "un programa análogo al de los partidos obreros de Europa y demás países que van a la cabeza del movimiento obrero, tomando en consideración el programa del Congreso Internacional Obrero de París y el estado de desarrollo de la cuestión social en ésta parte de América", y b) los anarquistas proponían que la Federación se concretara "al mejoramiento económico del obrero", al margen de "las estériles y engañadoras agitaciones políticas".
Claro está que los socialistas, al pretender que el organismo sindical cumpliera la función del inexistente partido obrero dividían al proletariado (en su gran mayoría anarquista, sin partido o de los partidos del régimen imperante) y que los anarquistas, al insistir en que la clase obrera no debía intervenir en política, la anulaban para su tarea histórica de enterradora del capitalismo y constructora del socialismo, pero los anarquistas se colocaban, en cuanto se referían a la cuestión sindical, con los pies sobre la tierra.
Después de su Segundo Congreso (1.° de octubre de 1892), se disolvió la primera Federación. Una segunda, constituida en 1894, duró hasta fines de 1895. No se superó el abismo entre los socialistas, que dominaban la dirección de la central obrera, y los anarquistas, que tenían en sus manos los gremios.
El 8 de junio de 1896 los socialistas intentaron por tercera vez organizar la Federación. Fueron más cautos y aceptaron imprimirle a la central obrera un carácter exclusivamente sindical.
Tan expresa declaración de apoliticismo no evitó que la Federación desapareciera en las postrimerías de 1897.
La mayoría de los gremios se desafilió, después que la Sociedad Constructora de Carruajes acusó a los dirigentes de llevar agua al molino de los socialistas.
Había que arbitrar algún remedio a una enfermedad que se estaba convirtiendo en crónica. Al diario La Prensa se le ocurrió proponer que a los obreros sin trabajo se les aplicara el mismo castigo que a los desertores del ejército: su confinamiento en el Chaco. Tuvo que pedir auxilio a la policía para evitar el asalto de sus oficinas de la calle Moreno por enfurecidos manifestantes.
Al cabo de varios tanteos e iniciativas fracasados, el 25 de mayo de 1901 se constituyó en el local de la Societá Ligure de Buenos Aires la Federación Obrera Argentina (FOA). Socialistas y anarquistas llegaron al siguiente acuerdo: "Considerando que el congreso obrero gremial reunido en este momento se compone de sociedades de resistencia, o por mejor decir de colectividades obreras organizadas para la lucha económica presente, y teniendo en cuenta que en el seno de estas colectividades caben todas las tendencias políticas y sociales, el Congreso declara que no tiene compromisos de ninguna clase con el Partido Socialista ni con el Anarquismo ni con partido político alguno, y que su organización, desarrollo y esfera de acción es completamente independiente y autónoma, y que la organización de este Congreso es pura y exclusivamente de lucha, de resistencia".
El acuerdo anarquista-socialista, más formal que efectivo, se mantuvo hasta el segundo Congreso de la FOA, inaugurado en el salón Vorwärts el 19 de abril de 1902.
Los anarquistas contaban con la mayoría de los delegados. La minoría socialista aprovechó la discrepancia acerca de la validez de una credencial para retirar del congreso a sus 34 delegados, representantes de 19 organizaciones, las cuales, en reunión del 18 de mayo, resolvieron desafiliarse de la FOA y crear el Comité de Propaganda Gremial.
Con la sola presencia de los anarquistas, el Segundo Congreso de la FOA aprobó un programa que ampliaba las reivindicaciones incluidas en el del Primero y se pronunció en contra de la participación en el acto socialista del 1º de Mayo, de las sociedades católicas de obreros, de las cooperativas de producción (admitiendo las de consumo) y del militarismo.
Ese año 1902 las huelgas alcanzaron por el número, la amplitud y la intensidad un nivel desconocido hasta entonces. Entre todas ellas se destacó la huelga general iniciada por los obreros de la Refinería Argentina de Azúcar de Rosario y extendida a los estibadores de esta ciudad y de San Nicolás, Villa Constitución, San Pedro y Ramallo, con la solidaridad de los gremios de la zona cerealera y de otros lugares de la República.
El impulso que habían cobrado en el tránsito entre los dos siglos el movimiento sindical y las luchas obreras desconcertaba a políticos, que conservaban su fidelidad al dogma alberdiano gobernar es poblar. Carlos Pellegrini vislumbraba en uno de los chispazos de su inteligencia proyectada al provenir argentino: "Las huelgas y todas sus consecuencias sólo pueden no existir allí donde no exista una gran población industrial, un gran movimiento de capital y trabajo que provoque las profundas divergencias que hoy buscan conmover y modificar los fundamentos mismos del orden social y económico del mundo", pero la oligarquía liberal gobernante, que creía en el ininterrumpido progreso agropecuario por la virtud mágica del capital y del trabajo provenientes del extranjero, se enredó en su concepción colonialista de los problemas argentinos y terminó por creer también que el extranjero traía, junto con el progreso unilateral y subordinado que ella deseaba, la negación de ese progreso. Era inevitable que la colonización capitalista generara las contradicciones inherentes al sistema capitalista. Para la limitada mentalidad oligárquica estas contradicciones emanaban de la inmigración y no de causas internas, y se suprimían mediante una política maniquea que dividiera a los extranjeros en buenos y malos, buenos los que venían a enriquecerse y malos los que pretendían transformar la sociedad. Tal fue la inspiración de la Ley de Residencia o 4144, proyectada por el senador Miguel Cané y sancionada por el Congreso el 23 de noviembre de 1902. El Poder Ejecutivo quedaba autorizado a expulsar del territorio de la nación en el término de tres días a "todo extranjero cuya conducta comprometa la seguridad nacional o perturbe el orden público".
Como la huelga general puso a prueba las dos posiciones tácticas que se agitaban en el movimiento sindical, los acontecimientos de noviembre de 1902 tuvieron por efecto inmediato acentuar las polémicas entre las corrientes en pugna. Los socialistas recriminaban a los anarquistas el haber conducido a la clase obrera a la derrota; los anarquistas decían que los socialistas habían claudicado ante el gobierno y los patrones.
Los socialistas seguían los pasos del reformismo de la Segunda Internacional y creían en la evolución pacífica hacia el socialismo mediante la conquista de bancas parlamentarias, la legislación social y la educación del pueblo. Les era indispensable para cumplir esas tareas orientar al movimiento obrero de acuerdo a sus principios y métodos tácticos. Sus reiterados intentos de valerse de la FOA habían fracasado por la resistencia de las sociedades anarquistas, que reflejaban la espontaneidad de las acciones de masas.
Después de la huelga general y de la sanción de la ley 4144 y el estado de sitio necesitaban diferenciarse de los anarquistas, ante los obreros y ante los poderes públicos, con el fin de no comprometer ni malograr una línea política que no podía llevarse a la práctica fuera de la legalidad. Tal fue el propósito que les inspiró la convocatoria del congreso del 7, 8 y 15 de marzo de 1903 en el salón Vorwärts, del cual nació la Unión General de Trabajadores (UGT). El movimiento sindical quedó dividido en dos centrales: la UGT socialista y la FOA anarquista.
¿No se contradecía el diario La Prensa al aconsejar al gobierno, en su editorial, que continuara la política inmigratoria, y al pedir al mismo gobierno, en la nota de policía, que remitiera al Chaco a los sin trabajo, poco menos que como presidiarios? Esta contradicción del gobernar es poblar era la contradicción del capitalismo que uno de los grandes economistas de la burguesía, David Ricardo, sintetizó así: "La misma causa que hace que aumente la renta neta de un país puede engendrar simultáneamente, de otra parte, un exceso de población y empeorar la situación del obrero". La inmigración crecía en la Argentina en mayor grado que la demanda de fuerza de trabajo, pero el excedente de mano de obra permitía mantener bajos los salarios y elevadas las rentas y ganancias.
El editorial y la nota de política del diario La Prensa integraban la unidad de contrarios de la política inmigratoria. Al atribuir a la inmigración y no al capitalismo los males de la sociedad argentina, los socialistas de la UGT recordaban a los luddistas ingleses que destruían las máquinas porque veían en ellas las causas de la desocupación y la miseria.
En su cuarto congreso (30 de julio a 2 de agosto de 1904), la FOA cambió de nombre por el de FORA (Federación Obrera Regional Argentina), alegando que la Argentina era una región de un mundo sin fronteras. Algunos delegados propusieron un acercamiento con los radicales, que en esos días celebraban los preparativos del estallido revolucionario del 4 de febrero de 1905, pero la mayoría resolvió: "La Federación Obrera Argentina debe abstenerse de intervenir hasta tanto no pueda realizar por su cuenta la revolución".
El Sexto Congreso de la FORA (19 a 23 de diciembre de 1906 en Rosario) y el Cuarto Congreso de la UGT (22 a 26 de diciembre de 1906 en Buenos Aires) tuvieron lugar en un ambiente caldeado de huelgas, precursoras de la huelga general de enero de 1907, en la cual la FORA y la UGT actuaron de acuerdo, después de resolver ambas en los mencionados Congresos convocar al de Unificación de las Organizaciones Obreras, que se realizó en el teatro Verdi de Buenos Aires del 28 de marzo al 1º de abril de 1907.
El Congreso terminó sin pena ni gloria con el retiro de los socialistas y la abstención de los sindicalistas.
Los trágicos sucesos del Primero de Mayo de 1909 sacaron a la clase obrera de su letargo. Ese día el escuadrón policial agredió a mansalva al mitin organizado por la FORA en la Plaza Lorea. Hubo ocho muertos y ciento cinco heridos. Al día siguiente, la FORA, la UGT y los sindicatos autónomos, con la adhesión del Partido Socialista, declararon la huelga general. Durante la semana del 3 al 8 alrededor de 300.000 obreros dejaron de trabajar. Reanudaron sus actividades el lunes 10, después que el presidente José Figueroa Alcorta aceptó las tres condiciones impuestas por el Comité de Huelga: la abolición del Código Municipal de Penas, la libertad de los huelguistas presos y la reapertura de los locales de los sindicatos.
La triunfal huelga de la semana de mayo estrechó los lazos de solidaridad entre las distintas tendencias del movimiento obrero. Fue su efecto inmediato el Congreso de Fusión del 25 y 26 de setiembre de 1909, del cual surgió la nueva central que englobaba a la UGT y a la FORA: la Confederación Obrera Regional Argentina (CORA). Faltaba la ratificación de los gremios para que se concretara la unidad anhelada durante tantos años por el proletariado. Los sindicatos ugetistas y la mayoría de los autónomos la aceptaron, pero el periódico La Protesta y la asamblea de delegados de los sindicatos foristas consideraron que la CORA estaba de más, pues la unidad debía establecerse dentro de la FORA, una vez que todos los gremios adhirieran a un Pacto de Solidaridad elaborado por esta última. A fines de 1909 la UGT había desaparecido, los socialistas y sindicalistas integraban la CORA y los anarquistas de la FORA se mantenían en sus trece.
También se unieron anarquistas, socialistas y sindicalistas para hacer frente a la ola de terror que desató el gobierno (clausura de La Vanguardia y La Protesta, empastelamientos de imprentas, detenciones en masa, deportaciones, estado de sitio) en represalia de la muerte del jefe de policía Ramón Falcón por la bomba que arrojó el anarquista Simón Radowitzky, en desagravio de las víctimas del primero de mayo.
En un extremo, las clases dominantes en el campo y la burguesía intermediaria se esforzaban en acrecentar sus ingresos (rentas y ganancias) aumentando la ya elevada cuota de plusvalía mediante maniobras inflacionistas con la moneda; en el otro extremo, el proletariado luchaba por conservar el valor de sus salarios; y en el medio, la burguesía industrial quería un nuevo reparto de los ingresos que acelerara el lento y difícil proceso de su capitalización e intensificar en su beneficio la plusvalía producida por la fuerza de trabajo. De estas premisas se deduce:
1) Que la capitalización se concentraba en su mayor porcentaje en las clases dominantes del campo y en la burguesía intermediaria.
2) Que las luchas económicas del proletariado tenían un carácter defensivo de su nivel de vida, y
3) que esas luchas encerraban una contradicción que escapaba a los dirigentes sindicales de las distintas tendencias: el enemigo de clase directo, que en busca de la máxima ganancia trataba de obtener la mayor plusvalía del empleo de la fuerza de trabajo, era la burguesía industrial, pero el enemigo de clase principal, e indirecto, permanecía al margen de los conflictos entre patronos y obreros, aunque recogía la parte del león de la plusvalía del trabajo nacional y debilitaba la capitalización de la industria. La contradicción estaba latente también en los menos frecuentes conflictos del disperso y casi desorganizado proletariado rural con los capitalistas agrarios (chacareros y propietarios productores), conflictos que sólo rozaban tangencialmente a los terratenientes rentistas y a los grandes comerciantes.
En la conciencia de los dirigentes anarquistas y socialistas el contenido económico de las causas inmediatas de las huelgas se diluía en objetivos finales de tipo revolucionario o reformista de toda la sociedad. Como ignoraban los hechos de la historia y de la realidad del país, o los interpretaban torcidamente y sin penetrar en sus contradicciones especificas, esos objetivos, recogidos del movimiento anarquista y socialista internacional, no correspondían a las posibilidades y tendencias emancipadoras de las masas populares argentinas. No se diferenciaban, en lo que se refiere a su raigambre en el proceso de conjunto de la sociedad argentina, el extremismo apolítico de los anarquistas y el oportunismo político de los socialistas. Esto explica que ganaran huelgas parciales y conquistaran importantes reivindicaciones obreras, que fueran los creadores del movimiento sindical de la República, pero que las masas populares los hicieran a un lado cuando ellas lucharon por el desarrollo de la democracia, es decir, por conquistar el poder en el Estado, requisito indispensable al logro de todo cambio reformista o revolucionario.
Los socialistas y anarquistas ni soñaron que oponerse entonces al avance del capitalismo en la Argentina era oponerse a la maduración de las premisas materiales del socialismo. Porque la práctica del gobernar es poblar trajo la colonización capitalista y un capitalismo agropecuario torcido y dependiente, pero también trajo clase obrera, sindicatos, doctrinas reformistas y revolucionarias, y a ellos mismos que no supieron combinar la combatividad que emergía de las necesidades de las masas explotadas con el desarrollo del poder de estas masas. Cuando llegó la hora de la definición, la mayoría de los obreros olvidó los congresos de la UGT, de la FORA y de la CORA, y votó por Hipólito Yrigoyen.
1910 fue el año del máximo desencuentro. Desde meses antes, el gobierno preparaba la celebración con gran pompa del centenario de la Revolución de Mayo. La oligarquía de terratenientes y comerciantes quería presentar ante el mundo una Argentina pacífica y progresista, enriquecida por el trabajo del campo.
De golpe, una noticia explosiva quebró el alborozo de los círculos oficiales en tensa espera de los altos representantes de todos los Estados: el Consejo de Delegados de la FORA declaró la huelga general para el 18 de mayo, una semana antes del día de la conmemoración. Exigía la derogación de la ley 4144 y la libertad de los presos sociales.
"La única libertad que podemos hacer en las fiestas centenarias -declaraba un manifiesto- es que ellas sean el motivo para que se consagre la conquista de una libertad. ¡Será así que la libertad se conmemorará con la conquista de más libertad!" Los anarquistas y la FORA se adhirieron a la huelga general; el Partido Socialista y el periódico La Vanguardia se opusieron.
La respuesta del gobierno y de la reacción fue inmediata. No se conformaron con dictar el estado de sitio. Bandas armadas de niños bien, con su acompañamiento de legisladores, militares, policías, sirvientes y empleados, sumieron en el terror a la ciudad de Buenos Aires los días 13 a 16 de mayo. Incendiaron los locales de La Protesta y La Batalla y destrozaron el de La Vanguardia. Asaltaron sindicatos. Saquearon comercios judíos. Violaron mujeres. Hicieron autos de fe con los libros anarquistas y socialistas. En más de medio millar se estimó el número de militantes gremiales presos o deportados.
Alarmadas las autoridades por las huelgas, algunas de las cuales por ejemplo, las de los canteristas de Balcarce adquirían gran violencia y se generalizaban, recurrieron al homeopático remedio de inyectar al país nuevas dosis de inmigrantes. Trajeron de Asia Menor mano de obra barata y la distribuyeron en los lugares donde los conflictos eran más agudos.
Tres ensayos de unificación del movimiento obrero en una sola central habían fracasado: en 1907, 1909 y 1912. Los anarquistas y su vocero, La Protesta, impugnaron las tentativas por considerar que su doctrina era la auténticamente revolucionaria y la unidad sindical ya existía en la madre FORA. Por cuarta vez la CORA, muy debilitada después de los sucesos del Centenario, propuso la integración en su Primer Congreso, efectuado los días 27 y 28 de junio de 1914, conocido con el nombre de Congreso de Concentración. Nombró, con tal propósito, un Comité de Relaciones que sugirió la disolución de la CORA y el ingreso de sus sindicatos a la FORA, de acuerdo al Pacto de Solidaridad aprobado por esta última en su IV Congreso.
El consejo fue aceptado al reanudarse el Congreso de Concentración el 26 de setiembre del mismo año.
En el salón Vorwärts se reunió, del 1º al 4 de abril de 1915, el Noveno Congreso de la FORA para tratar lo resuelto por la CORA.
La minoría, estimulada por la prédica de La Protesta, desconoció la resolución de unidad y constituyó otra FORA, la que se denominaría en adelante del Quinto Congreso por su fidelidad al comunismo anárquico, en oposición a la del Noveno Congreso.
Durante los casi cuatro años comprendidos entre el Noveno y Décimo congresos foristas (de abril de 1915 a diciembre de 1918), correspondientes a la Primera Guerra Mundial y al gobierno de Hipólito Yrigoyen, los movimientos huelguísticos por reivindicaciones inmediatas adquirieron una nueva calidad al destacarse las luchas de grandes sectores de masas. Hasta entonces los conflictos se habían circunscripto principalmente a obreros de fábricas y talleres diseminados en múltiples sindicatos. Al proceso de concentración capitalista de los transportes y de las industrias de transformación de las materias primarias, iniciado en el siglo anterior e impulsado por las inversiones extranjeras, aún no se les oponían con amplitud y combatividad la organización y las huelgas de decenas de miles de asalariados del mismo sector de trabajo. El retardo se compensó cuando en aquel cuadrienio entraron en escena a desempeñar el primer papel los obreros de los ferrocarriles, puertos y frigoríficos.
La oposición de los socialistas a los movimientos obreros que ellos no controlaban o no conseguían capitalizar a su favor tenía origen en su errónea y sectaria concepción del problema nacional, que les hacia considerar al yrigoyenismo el enemigo principal y no los conservadores, y a un mezquino espíritu de partido que las masas castigaban dejándolos solos. Había un motivo táctico, con prescindencia de los aspectos sociales del sindicalismo y de las huelgas, que por si mismo debía haber obligado a los socialistas a apoyar decididamente el acercamiento tácito o expreso del gobierno y los gremios: la amenaza continua de un golpe reaccionario que pesaba sobre el presidente Yrigoyen.
Pero esa necesidad táctica no penetraba en inteligencias narcisistas que a la postre se deslizaban hasta colaborar, objetiva o subjetivamente, en la preparación del clima golpista
1919 registró el viraje brusco y agresivo del gobierno yrigoyenista hacia la represión del movimiento obrero que hemos examinado en el capitulo 11. Fueron varias sus causas. La presión de los sectores más reaccionarios de la oligarquía y la presión de los sectores más combativos del proletariado obligaban a definirse al presidente paternalista, que idealizaba al Estado y lo imaginaba por encima de las clases sociales. Resistió la presión reaccionaria durante los dos primeros años de su gobierno. Los conservadores le hacían responsable de las huelgas obreras y de las exigencias de los chacareros, acabamos de ver que los socialistas repudiaban sus entendimientos con los gremios. Pero en 1918 se acumularon elementos explosivos que estallarían al año siguiente. Aparecieron organizaciones de provocadores, rompehuelgas y predicadores de la guerra santa contra el proletariado (la Asociación del Trabajo y la Liga Patriótica Argentina), instigadas por los estancieros, el alto comercio, la industria, el capital extranjero y las jerarquías eclesiásticas, con la misión de enfrentar a la ola popular que avanzaba impelida por el ejemplo de la Revolución Rusa y de los movimientos emancipadores en expansión por gran parte del mundo de postguerra, a la vez que por las luchas económicas de los gremios. Ante el dilema, el presidente que había dejado intacto al Estado que aceptó con todas sus limitaciones, el caudillo de una pequeña burguesía que ambicionaba el poder, pero dentro del orden social establecido, cedió a la presión reaccionaria y se convirtió en su instrumento, su chivo emisario, su símbolo. La chispa encendida por los obreros metalúrgicos en los talleres Vasena propagó el incendio de la Semana Trágica (6 al 13 de enero de 1919) que dejó como prenda de la reacción centenares de muertos y heridos, pero también un baldón sobre Yrigoyen que el proletariado argentino nunca olvidó y la reacción se lo recordó con hipócrita saña.
La huelga metalúrgica triunfó. Con intervención del ministro del Interior, la empresa Vasena suscribió un convenio con los obreros que acordaba a éstos la jornada de ocho horas, aumentos del 20 al 100 por ciento de los jornales, abolición del trabajo a destajo y compromiso de no tomar represalias con los huelguistas.
La madre FORA, la sindical del Noveno Congreso, aprendió a emplear la huelga general con cautela y puso el acento en las luchas por reivindicaciones inmediatas.
Pudo así penetrar en dominios cerrados hasta entonces a las organizaciones obreras: los yerbatales de Misiones, los obrajes del Chaco, los ingenios y minas de Salta y Jujuy, Cuyo, la Patagonia. Alarmada la reacción por el poder que adquiría la central de los gremios hizo presentar a la Cámara de Diputados, por intermedio de la Comisión de Legislación, un proyecto de estatuto que el pueblo calificó de ley mordaza, el cual apuntaba a destruir la FORA, crear un sindicalismo oficial con discriminaciones entre argentinos y extranjeros, y malograr la solidaridad entre los gremios. El proyecto no prosperó gracias a la gran movilización que culminó en el mitin del 10 de agosto de 1919 en la Plaza del Congreso, al que concurrieron 150000 personas y representantes de más de 700 sindicatos, mitin convocado por el Congreso Extraordinario de la FORA del 28-29 de junio del mismo año.
En octubre de 1920 se reunió un Congreso Extraordinario de la FORA con asistencia de partidarios del Quinto y del Noveno Congresos. La presencia de delegados de 276 sindicatos atestigua el progreso de la central si se recuerda que al Noveno Congreso sólo se hicieron presentes 66 sindicatos. Absorbieron el debate la unidad de los dos sectores foristas y los nuevos planteos de los comunistas que proponían que la FORA se desafiliara de la Internacional Sindical de Amsterdam para adherirse a la Internacional Sindical Roja de Moscú. Estos temas se transfirieron al Undécimo y último Congreso de la FORA, que tuvo lugar en La Plata en febrero de 1921 y resolvió, a su vez, convocar a un Congreso de Unidad para evitar el inminente parcelamiento de la central que conducía al choque ideológico y político en los momentos del apogeo de medio siglo de ardua lucha gremial.
Al Congreso de Unidad de marzo de 1922 no concurrieron los quintistas, pues se anticiparon a dar por terminados los intentos de fusión y denunciaron como agentes de Moscú a los foristas del Noveno Congreso, que en esa asamblea se unieron a los comunistas para fundar la Unión Sindical Argentina (USA). La carta orgánica de la nueva central afirmaba que: "la única vanguardia revolucionaria del proletariado argentino la constituyen los aguerridos sindicatos que integran la USA, haciendo suya la tesis TODO EL PODER A LOS SINDICATOS, para el caso de una efectiva revolución, como la única ley que encuadra a la tradición revolucionaria sindical del país".
Esta tesis contrariaba la posición de los comunistas, en cuanto para éstos la única vanguardia revolucionaria del proletariado argentino era su propio partido; expresaba la doctrina clásica del anarcosindicalismo.
El gobierno de Yrigoyen terminaba. Después de la Semana Trágica no restableció sus vínculos con el movimiento obrero. Las matanzas de la Patagonia y del Chaco santafesino consumadas por el ejército lo enajenaron, aún más a la política de la oligarquía conservadora. También el movimiento obrero entró en bajamar.
Entretanto, los socialistas ganaban gran influencia en el gremio ferroviario y con su apoyo fundaban en febrero de 1926 la Confederación Obrera Argentina (COA), que se adhirió a la Federación Internacional Sindical de Amsterdam. La preponderancia del socialismo reformista sobre el anarquismo y el anarcosindicalismo en la dirección del movimiento sindical se acentuó en esos años, mientras los comunistas se esforzaban en convocar un Congreso para formar una nueva central única.
Los comunistas crearon el Comité de Unidad Sindical Clasista, en base a las fracciones que tenían en gremios de diversas tendencias, particularmente en el de los madereros y el de la carne.
El golpe militar del 6 de setiembre de 1930, que derribó al segundo gobierno de Hipólito Yrigoyen, encontró a los sindicatos divididos y desorientados. Tanto la COA como la USA se pronunciaron por la prescindencia frente a los acontecimientos políticos. Ambas centrales decidieron por conducto de sus respectivas direcciones, sin la consulta de congresos, disolverse y constituir una nueva central. Así nació el 27 de setiembre de ese año la Confederación General del Trabajo (CGT) "independiente de todos los partidos políticos y agrupaciones ideológicas".
Su móvil inmediato era resguardar las organizaciones gremiales de los zarpazos de la dictadura del general Uriburu, que había anunciado sus propósitos de implantar un sistema corporativo.

CAPITULO 18
EL CONTUBERNIO
El yrigoyenismo apareció en el apogeo de la colonización capitalista y se extinguió cuando el ciclo de la colonización capitalista concluía. Esta coincidencia revela la relación de causa a efecto entre la segunda y el primero, relación dialéctica, no mecánica, pues el yrigoyenismo tuvo origen en los cambios sociales generados por la colonización capitalista, pero se convirtió en movimiento de masas como afirmación política del pueblo en busca de su destino nacional. Fue efecto y también en grado relativo, antítesis de la colonización capitalista. Surgió de las condiciones materiales creadas por ella y expresó las tendencias de la sociedad remodelada a integrarse con los nuevos elementos (hombres y capitales) que ella aportó. La vida del yrigoyenismo transcurrió en la segunda norte del largo periodo de normalidad constitucional comprendido entre 1862 y 1930. En la primera parte (1862-1890) se configuraron las clases sociales peculiares del sistema capitalista, cuya evolución hemos analizado en los cuatro capítulos precedentes: los terratenientes, los chacareros y la burguesía intermediaria enajenados al intercambio con el exterior, mientras que el porvenir de la burguesía industrial y del proletariado descansaba en el desarrollo del mercado interno. De esta contradicción objetiva, originada por el proceso colonizador capitalista, no tenían conciencia ni los intelectuales, ni los políticos, ni los sindicalistas. Reinaba una mentalidad de inmigrantes desdeñosa de lo que no fuera la reproducción de las sociedades más adelantadas de la época y ciega a las particularidades que iba adquiriendo una Argentina transformada por la acción de factores exógenos.
Los cambios sociales operados con posterioridad a 1862 excluían la posibilidad de una revolución, en cuanto ésta implica transformaciones de la estructura socioeconómica. Fueron cambios cuantitativos creadores de la estructura previamente concebida. Maduraron las clases que hemos enumerado dentro de las condiciones objetivas imperantes, sin que, fuera de pequeños grupos anarquistas y socialistas, emergieran tendencias ponderables a abandonar o superar los carriles de la democracia burguesa que prometía la Constitución de 1853.
La oligarquía terrateniente y la burguesía intermediaria no se contrajeron en las vísperas del 90 a concentrar en sus manos la propiedad territorial y el capital circulante, y a traspasar a empresas extranjeras los servicios públicos y bienes del Estado; centralizaron paralelamente el poder político al extremo de endiosar al presidente Juárez Celman. El liberalismo se exageró hasta desembocar en el libertinaje. Al quebrarse el equilibrio que sostuvo a los gobiernos durante tres décadas, quedó al descubierto la insuficiencia de la base política del Estado y se impuso la necesidad de hacer participes de la democracia burguesa a las nuevas clases y a los sectores sociales que se emancipaban de la tutela de los viejos caudillos. El 90 significó la ampliación (el ajuste, la mayor realización) de la democracia burguesa argentina en su larga trayectoria evolutiva, no la revolución democrático burguesa por antonomasia. La causaron los cambios cuantitativos generados por la colonización capitalista.
Yrigoyen le estampó a la política del acuerdo, política que la oligarquía renovó con variable éxito por más de medio siglo, el mote de contubernio (del latín contubernium alianza o liga vituperable, según el diccionario de la Academia). Contubernio era lo contrario de intransigencia.
Los políticos quedaron divididos en intransigentes y contubernistas. Lisandro de la Torre encabezó la primera escisión importante de la Unión Cívica Radical provocada por el acuerdo. En la Convención del 5 de septiembre de 1897 se separó de las filas radicales, a pesar de triunfar su tesis por 65 votos contra 21, debido a la intransigencia de Yrigoyen y para aceptar la gran política de coalición propuesta por el general Mitre. En 1914 esa organización se disolvió en el Partido Demócrata Progresista, junto con fragmentarios partidos conservadores provinciales, menos el de Buenos Aires y el Partido Provincial de Santiago del Estero.
Hasta el derrocamiento de Yrigoyen en 1930, la oligarquía conservadora halagó a de la Torre y estimó que era el político con mayores aptitudes para apagar la estrella del caudillo radical, pero nunca logró enredarlo en sus maniobras antiyrigoyenistas. Instó encumbrarlo en 1916 y 1930.
Lisandro de la Torre interpretaba una necesidad más sentida en la zona colonizada de la pampa húmeda que en cualquier otro lugar de la República, al dedicar su tesis doctoral de 1888 a El régimen municipal e insistir sobre el tema con el proyecto que presentó al Congreso en 1912, como diputado santafesino por la Liga del Sur. También a inspiración suya se lo incluyó en la Constitución de la Provincia de Santa Fe de 1921, vetada por el gobernador radical Mosca.
Lisandro de la Torre compartía las ilusiones de Tocqueville. Su filosofía política del aburguesamiento democrático progresivo hasta integrarse una sociedad nivelada económicamente explica la energía con que se opuso no sólo en su madurez intelectual, sino también en sus años mozos, a la concentración de la propiedad en latifundios y del comercio y la industria en trusts. Y explica asimismo que al término de sus largas luchas fuera a dar a un callejón sin salida, al pretender resistir o vencer al monopolio con el inservible instrumento de aquella filosofía.
Su concepción del aburguesamiento democrático progresivo lo acercaba a y lo diferenciaba de los socialistas, de la doctrina de la socialización democrática predicada por Eduardo Bernstein. Coincidían en la perspectiva de la evolución democrática pero de la Torre nunca se avino a reemplazar su individualismo liberal burgués por el socialismo liberal de los discípulos de Juan B. Justo. Sin embargo, demostró su superioridad sobre éstos al comprender la esencia imperialista de los monopolios, a menudo caracterizados por los justistas como formas previas de socialización.
Al dividir a los partidos y fracciones de partidos en dos bloques antitéticos de acuerdistas (o contubernistas) e intransigentes, Yrigoyen conseguía con suma astucia erigirse en árbitro de la política. Aplicaba a todos los antiyrigoyenistas la misma marca y levantaba una barrera defensiva de sus propios partidarios.
El desconocimiento del problema nacional hacía al Partido Socialista proclive a concordar con los conservadores en el enfrentamiento del yrigoyenismo. Por lo común se mostraba más cerca de aquéllos que de éste. Aquéllos guardaban en la alta política por lo menos las formas de la cultura democrática, mientras que las heterodoxas prácticas del Peludo soliviantaban a los mesurados discípulos del doctor Justo.
Sin ir a los extremos, ¿no hizo profesión de fe contubernista el doctor Nicolás Repetto, depositario de la herencia de Juan B. Justo, al proclamar días antes de aquel golpe, en la sesión de la Cámara de Diputados del 28 de agosto, su admiración a la sensatez, la previsión y el sano patriotismo de la política del acuerdo propiciada por el general Mitre cuarenta años antes? El radicalismo antipersonalista o antipersonalismo fue la máxima realización del contubernio. Su origen se remonta a la ruptura entre la jefatura del gobierno y el liderazgo del partido, reunidos en la misma persona mientras Yrigoyen ocupó la presidencia.
La elección de Marcelo T. de Alvear para el período presidencial 1922-1928 trajo de hecho tal separación. ¿Por qué Yrigoyen impuso de sucesor a un oligarca de boina blanca?.
Alvear se definió al nombrar sus ministros: solamente tres radicales y de los cinco restantes dos provenían del juarismo. Escribe del Mazo: “Poco a poco el presidente Alvear concentró alrededor de él la esperanza de quienes siempre se opusieron a Yrigoyen en el seno de la Unión Cívica Radical; de los reaccionarios de los partidos conservadores, a quienes al fin parecía abrírseles una perspectiva de retorno, y de los reaccionarios de toda índole siempre resentidos por la creciente significación social del radicalismo. Día a día, la casa de gobierno fue quedando más vacía, sin obreros, ni estudiantes, ni gente llana, como había sido la característica del periodo anterior, presentando la fría tranquilidad de un gobierno formalista, sin calor de pueblo"
Los grandes diarios expresaron tanta complacencia como los dirigentes conservadores, demócratas progresistas y socialistas al comprobar que el nuevo presidente separaba el gobierno del partido.
El sexenio 1922-28 colmó las aspiraciones de los liberales de diversas tendencias (conservadores, antipersonalistas, demócratas progresistas, socialistas) a un régimen de legalidad constitucional y equilibrio político, de benevolencia con el capital extranjero y mano enguantada en los conflictos sociales, de administración ordenada.
Veían en el gobierno de áurea mediocritas del doctor Alvear la realización de las esperanzas de los organizadores del 53 y el modelo a imitar.
Durante los años 1925-29 las exportaciones agropecuarias argentinas marcaron las cifras máximas y el más alto poder de compra, y se registraron las mayores inversiones en el campo.
Alvear discrepaba con Yrigoyen en política internacional desde la guerra de 1914. Era aliadófilo, como correspondía serlo a un auténtico liberal para quien Francia encarnaba las mejores tradiciones y la cultura de la burguesía, y respetaba en Gran Bretaña el sostén del poder económico de las clases dominantes de la Argentina.
Después de la paz de Versalles, y en calidad de ministro en París y delegado ante la Liga de las Naciones, se rehusó a acatar las directivas del presidente Yrigoyen.
El presidente Yrigoyen le opuso el principio de igualdad y autodeterminación de los pueblos. Afirmaba que la Liga debía ser de las Naciones y no de Naciones, y telegrafió a Alvear: "Tratándose de una Liga que ha de establecer la paz futura de todas las naciones, no cabe distingos entre beligerantes y neutrales".
Pero Alvear no compartía esta opinión, y debió trasladarse a Ginebra el ministro de Relaciones Exteriores, Honorio Pueyrredón, para exponer el pensamiento yrigoyenista y, al ser rechazado, anunciar el 4 de diciembre de 1920 el retiro de Argentina de la Liga de las Naciones.
El presidente Alvear modificó la política exterior de su antecesor en el gobierno. La Argentina volvió a ingresar a la entidad mundial y actuó en las reuniones internacionales y continentales a la zaga de las potencias anglosajonas.
De esa época data el comienzo del movimiento antiimperialista de sectores populares del país. Lo orientaron organizaciones como la Alianza Continental, la Liga Antiimperialista y la Unión Latinoamericana con la adhesión de sindicatos, centros estudiantiles y, en mayor relieve, el Partido Comunista.
El antiimperialismo tenía un carácter eminentemente antinorteamericano. Era la respuesta nacional a la penetración financiera, política y militar de los Estados Unidos en América Latina.
Hubo treinta intervenciones militares de los Estados Unidos en América Latina durante el primer cuarto de siglo. Haití, la República Dominicana, Guatemala y Cuba fueron ocupadas por tropas norteamericanas. Los marines desembarcaron en Nicaragua en 1926 para apuntalar al gobierno reaccionario de Chamorro; cinco años los combatió en la selva el héroe popular Cesar Augusto Sandino hasta caer en una celada y ser asesinado por orden de los guardianes de los inversores norteamericanos.
Gran Bretaña comprendió desde el descubrimiento del petróleo en Comodoro Rivadavia que no podría evitar el empleo en escala creciente de ese sustituto del carbón, lo que trastornaría la ecuación clásica de su intercambio con la Argentina. Con tal motivo, poco tiempo después de aquel hallazgo, accionistas y directores de los ferrocarriles británicos fundaron la Argentina Gulf Oíl Sindícate Co., que llegó a disponer de 81000 hectáreas de campos petrolíferos, mientras el gobierno argentino creaba el 24 de diciembre de 1910, la Dirección General de Explotación del Petróleo de Comodoro Rivadavia, cuyo primer presidente, el ingeniero Luis A. Huergo, mostraba tanta animosidad contra la Standard Oíl como admiración por los capitalistas ingleses.
En la tercera década del siglo la competencia entre la Standard Oíl (norteamericana) y la Royal Dutch-Shell (inglesa), que en México y otros lugares databa de 1900, se desató con gran agresividad en el cono sur del continente. La Standard Oíl poseía en 1926 extensas concesiones en el Chaco Boreal del lado boliviano, pero estaba bloqueada por la Royal Dutch-Shell, que por medio del Paraguay, y bajo presión argentina, le cerraba la salida del petróleo por puertos brasileños, pues hacia occidente, por la cordillera de los Andes, era impracticable. Esta guerra fría tuvo su epilogo en la guerra del Chaco.
A Gran Bretaña le era vital cubrir sus compras de carnes y cereales principalmente con ventas de combustible. Nada perturbó el equilibrio de la balanza del intercambio angloargentino mientras el carbón fue el único combustible, pero como el consumo nacional de este último bajaba y el de petróleo crecía año tras año (en 1930 registraron el 35,5 por ciento y el 49 por ciento, respectivamente), Gran Bretaña debía afrontar la doble amenaza del desarrollo de la producción de YPF y del abastecimiento del mercado interno por la Standard Oíl.
Así se comprende que los ingleses, aunque constituyeron la Argentine Gulf Oil Sindícate tan pronto como se descubrieron los yacimientos de Comodoro Rivadavia, no se preocuparan de organizar la extracción, en contraste con la política que siguieron en México, Venezuela, Perú, el Medio Oriente y otras regiones donde se convirtieron en productores de petróleo. Si la Argentina se autoabastecía, por su propio esfuerzo o por intermedio de compañías extrajeras extractoras, su comercio con Gran Bretaña se desequilibrarla y ésta se vería obligada a disminuir sus adquisiciones de carnes y cereales o a buscar otra forma de financiarlas. Cae de suyo que toda la economía agropecuaria exportadora argentina se hubiera trastornado en el caso de una baja importante de las compras inglesas de sus productos. Por eso convenía tanto a Gran Bretaña como a los sectores agrícolo-ganaderos dominantes de la pampa húmeda que no se llegara al autoabastecimiento de petróleo. Tal es el origen del mito de que el subsuelo argentino carece de petróleo (no obstante saberse positivamente que lo contiene en sus dos terceras partes), mito que más tarde se repitió con el carbón, al ocultar sus yacimientos o afirmar que no poseen las calorías requeridas para el uso industrial. Mediante el freno de la producción nacional de petróleo y carbón se supeditaba el avance de la industria a los limites establecidos por la importación de combustibles.
Con prescindencia de otros renglones de artículos y bienes de capital importados e importables, el comercio de la Argentina con Gran Bretaña y los Estados Unidos se traducía en dos ecuaciones: Carnes y cereales argentinos = combustibles ingleses.
Petróleo argentino = mercaderías y bienes de capital norteamericanos.
El funcionamiento de la primera correspondía a la concepción agropecuaria del desarrollo de la economía nacional: "La Argentina debe su riqueza a la agricultura y la ganadería; apartarla de su camino natural para correr la aventura de fomentar industrias artificiales seria su ruina".
La segunda encandiló a algunos industrialistas, bien o mal intencionados, con la esperanza de emancipar la economía nacional de su dependencia de Gran Bretaña, resolver el problema del autoabastecimiento de combustible por la vía de las compañías norteamericanas e impulsar el progreso fabril.
La contradicción anglo-norteamericana se reflejaba sobre YPF de esta manera: Los norteamericanos querían, en resumidas cuentas, que YPF desapareciera y los ingleses preferían que fuera el guardián de las reservas petrolíferas argentinas sin explotarlas o con una explotación que dejara ancho margen para las importaciones.
El contubernio (conservador, antipersonalista, socialista independiente) se solidificó ante el peligro de la vuelta del yrigoyenismo al poder. Dentro del ejército se instituyó la Logia General San Martín, inspirada por el ministro de guerra, general Agustín P. Justo, y encaminada a "la guerra sin cuartel a la política de Yrigoyen y separar de las filas de los militares simpatizantes yrigoyenistas". Preparaba, en realidad, el golpe militar en previsión del ascenso del movimiento de masas y para contener la política de nacionalismo económico.
A la violencia, las amenazas y los fraudes que empleaba el contubernio para conservar el poder, Yrigoyen respondió con la orden de cesar la propaganda en todo el país. Un mes antes de los comicios los yrigoyenistas enmudecieron. Con las arcas vacías dejaron a sus adversarios que difundieran por la República la consigna Yrigoyen no será presidente, la que en boca de oligarcas y abogados de empresas extranjeras se transfiguraba en invitación al pueblo a votar por el endiosado líder.
Yrigoyen no pecó por excesos democráticos, sino por su incapacidad, por sus limitaciones de clase, para concebir un nuevo ordenamiento social que emancipara al Estado de su enajenación al liberalismo. Pecó por demasiado respeto y no por falta de respeto a una legalidad que ya no correspondía a las tendencias del pueblo argentino.
Sus ideas del Estado-nación, del partido-gobierno, quedaron en las medias tintas de su corta y agitada segunda presidencia. Pagó la indecisión, hija de su indigencia teórica de reformista burgués, con el debilitamiento inmediato del sostén popular. Numerosos caudillos locales se le dieron vuelta. J. W. Perkins, yrigoyenista de la víspera e yrigoyenista de meses después, decía que el monstruo había sido matado en el cuarto oscuro. Otro futuro yrigoyenista, el dirigente estudiantil Raúl Uranga, le ultrajó con el doble epíteto de caudillo bárbaro y senil.