Silvia y Abel, el amor y la militancia


La historia de los padres de Francisco Madariaga, el nieto recuperado 101.

Silvia Quintela había nacido en 1948, en Punta Chica. San Fernando. Conoció a Abel Madariaga en una reunión de la Columna Norte.
Ella sigue desaparecida. Él halló a su hijo tras una búsqueda de 32 años.

Corría el año ’74, cuando Abel Madariaga, un joven entrerriano militante de la JP Montoneros, que estaba destinado en Capital Federal, se incorporó a la Columna Norte –que extendía su influencia entre Vicente López y Tigre, en el conurbano bonaerense– como responsable de la JP de San Isidro, gracias a la gestión de los hermanos Lizaso y de Rodolfo Galimberti. Allí la JP tenía una tremenda capacidad de convocatoria y movilización, con una gran inserción en los movimientos villeros peronistas de La Cava, La Uruguay, La Sauce y Barrio Gardel. El paisaje era muy diferente al que componen los barrios adinerados de la actualidad y abundaban las industrias de cerámicas, ladrillos, textiles y unas pocas metalúrgicas.
Para cuando Abel desembarcó en la Columna Norte ya se sentían las consecuencias de la desocupación mientras comenzaba la expectativa de los negocios inmobiliarios por el crecimiento suburbano gracias a la autopista. Durante su primer plenario de la JP en La Cava, entre tantos compañeros nuevos de los distintos barrios, dos chicas lograron llamar su atención. Eran dos jovencitas muy bien vestidas, muy coquetas, que desentonaban con el entorno de la villa. Como era habitual, la reunión terminó con vino y choripán, y Abel aprovechó la oportunidad para hacer contacto. Las chicas eran Silvia Mónica Quintela, a quien sus compañeros de militancia llamaban María, y Beatriz Recchia García, conocida como Tina.
–Ustedes dos están muy bien vestidas para venir acá –dijo él, tratando de imponer su jerarquía. Sin dejarse intimidar, Silvia le retrucó de entrada:
–Nosotras tenemos mejor minuto que vos–. En la jerga, tener un minuto era tener una coartada.
–Yo soy la encargada del dispensario de la villa, y todos saben que soy médica. Ella es mi ayudante, es enfermera. El problema lo tenés vos, ¿qué hacés acá? En esa época Abel vivía en La Cava pero trabajaba en el Poder Judicial y todas las mañanas tenía que salir de traje y corbata.
“Dentro de la organización –recordó– yo estaba en Logística, y teníamos que hacer muchas actividades político-militares. Cuando organizaba un grupo para una tarea específica, tenía que llevar los ‘controles’ de todos los compañeros a una cita de Sanidad. El ‘control’ era un papelito con datos como nombre y apellido verdaderos, número de documento, teléfono familiar y grupo sanguíneo. Todos esos papelitos se los dejaba a Silvia, que era la encargada de Sanidad. Normalmente esos encuentros eran en bares, y así empezamos a conocernos. Y conquistarnos.”
A fines del ’74 ya eran novios, pero aún no podían convivir. La organización no les había asignado una casa, y ella todavía vivía en Acassuso con su madre, Ernestina Tina Dallasta de Quintela, mientras hacía el último año de la residencia en Cirugía en el Hospital de Tigre, y una guardia en la Clínica Olivos.
“La militancia lo ocupaba casi todo, era nuestro proyecto de vida”, rememoró Abel ante Miradas al Sur. “Desde ahí tratamos de tener una vida de pareja. Ella cubría otras actividades dentro de Sanidad, así que el tiempo para compartir era escaso.”
En esos tiempos escasos y preciosos –generalmente los fines de semana– iban a pasear al Tigre, lugar que Silvia amaba. Disfrutaba pasear por el Delta y después parar a comer en alguna parrilla. Había nacido el 27 de noviembre de 1948 en Punta Chica, un balneario del partido de San Fernando, por eso su infancia estaba poblada de tardes de calor en el río. También disfrutaban mucho del cine, viendo películas italianas, francesas o nacionales, y de las peñas folklóricas. “Tuvimos que dejar de ir, porque los milicos sabían que a todos nos gustaban y mandaban policías camuflados para detectar militantes”, pero empezaron a organizar peñas propias en La Cava y La Uruguay, donde la organización se hacía fuerte y todavía la Bonaerense no se animaba a entrar. “Si había alguna persecución policial, llegabas a La Cava, tirabas el auto donde fuese, salías por los corredores y sabías que estabas cubierto.”
Durante el breve gobierno de El Tío Cámpora, María había formado parte de los equipos político-técnicos de la provincia de Buenos Aires con la idea de implementar planes de asistencia médica en zonas marginales. Por entonces, la diarrea infantil azotaba a las villas por la falta de agua potable, las mujeres caminaban 5 ó 6 cuadras con un balde hasta llegar a un tanque de 200 litros y hacían cola para llevar algo de agua.
Por fin la organización les asignó una casa a principios del ’76 y comenzaron a convivir. Allí funcionaba una imprenta donde se imprimía Evita Montonera para el extranjero. El compañero que manejaba la máquina offset era menor que ellos, y salía todas las tardes a jugar al fútbol con los pibes del barrio. “Siempre armábamos familias ficticias, él era el hermano menor de Silvia, y yo era distribuidor de Gamexane. Los domingos hacíamos asado, en invierno hacíamos pastas. La convivencia con Silvia fue espectacular, era una mujer muy creativa, inteligente, muy comprometida ideológicamente.”
Silvia realizaba tareas de prevención con las madres de las villas para el cuidado en el amamantamiento, alimentación, higiene y manejo de la natalidad. El dispensario era una casa de chapa y madera, con una pequeña recepción donde se hacía una planilla por cada paciente, y un cuarto con una camilla donde se atendía. Gracias a los compañeros que trabajaban en laboratorios y hospitales, solía estar bastante bien provisto de medicamentos. Otro problema eran las enfermedades venéreas porque muchas mujeres trabajaban en la prostitución, y además solían ser violadas por los policías. Silvia atendía a todos, y todos la reconocían como la doctora de la villa.
El jefe del servicio de Cirugía del Hospital de Tigre, donde Silvia hacía la residencia, tenía una hija de 18 años que también era militante montonera, Ana María González. En junio del ’76, aprovechando su amistad con la hija del general Cesáreo Cardozo, por entonces jefe de la Policía Federal, Ana María puso un artefacto explosivo debajo de la cama del militar, que murió a causa de la explosión. Comenzó entonces una intensa persecución a los militantes dentro de la villa, por lo cual Silvia debió dejar el dispensario, el hospital y la clínica.
En septiembre del ’76, la organización estaba diezmada y la Columna Norte abandonada a su suerte. “Nos enteramos de que la Conducción Nacional ya no estaba en el país, así que organizamos una reunión en casa con Julio Lino Roqué y Cacho Scarpatti. Estuvimos cinco días recluidos viendo cómo podíamos armar una estructura de prensa y propaganda sin la necesidad de usar la fuerza. Después de esa reunión hubo una serie de caídas que lo hizo imposible, de esa reunión quedamos vivos sólo dos”, recordó Abel.
Por entonces, Silvia tenía mucho trabajo interno, atendiendo los numerosos heridos de la organización que cada día estaba más cercada. “La caída es el costo político de la guerra”, solían decir desde la Conducción Nacional.
Para fines del ’76, permanecer en la zona norte era muy peligroso. En diciembre se van en carpa a San Pedro con una compañera que estaba embarazada y tenía una nena, y su marido había sido secuestrado hacía pocos días. Era una situación dramática, sin conducción, todos dispersos, pero aún así “dentro de la vida clandestina siempre había un Wincofon, un momento para escuchar un disco y cantar”, dice Abel.
Después de unos días de distensión, Silvia y Abel regresaron a la zona. Al no encontrar compañeros de la organización, y darse cuenta de que eran de los más antiguos que iban quedando, tomaron la decisión de irse en el mes de febrero.
Para Silvia nunca llegaría ese momento. El 17 de enero del ’77, recibió un radiomensaje de parte de una compañera de la Columna Norte, Yoli (Graciela Eiroa, también médica actualmente desaparecida), para que asistiera a una reunión de Sanidad en el cruce de la calle Hipólito Yrigoyen y las vías del Ferrocarril Mitre, a cuatro cuadras de la Estación Florida. Era una cita cantada. Al volver, varios testigos le contarían a Abel que la esperaban tres Falcon, que la metieron a la fuerza en uno de ellos, y que en el otro tenían a otra persona, presumiblemente Yoli.
Silvia tenía 28 años y estaba embarazada de cuatro meses. Sus secuestradores la llevaron a Campo de Mayo. Allí, según testimonios de sobrevivientes, Silvia permaneció en El Campito, donde unos días después se encontraría con Cacho Scarpatti, llevado herido con ocho tiros en el cuerpo. Junto al campo de concentración estaba la División Perros (a veces eran usados para las torturas), y Silvia logró convencer a un médico veterinario para poder canalizar y darle suero a Scarpatti.
Una tarde de julio se la llevaron para practicarle una cesárea en el Hospital Militar de esa guarnición. Silvia dio a luz, y al volver al centro clandestino, la mañana del día siguiente, le dijo a Scarpatti: “Fue un varón, se lo van a entregar a mi mamá”. Poco después la trasladaron hacia un vuelo de la muerte y su hijo era apropiado por los genocidas.
Según la tradición del municipio de Irán, en el País Vasco, de donde proviene la familia de Abel, el primogénito de un Francisco tiene que llamarse Abel Pedro, y el primogénito de un Abel Pedro tiene que llamarse Francisco. Gracias a la incansable búsqueda de Abuelas de Plaza de Mayo, hoy Francisco no es sólo una tradición vasca, es un hombre de carne y hueso, es el nieto recuperado número 101, y es un hijo que puede abrazarse con su verdadero papá.

Marcelo De Angelis

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