MOVIMIENTO TROTSKISTA INTERNACIONAL,
UNA AUTOCRITICA NECESARIA
Por Olmedo Beluche*
18-8-2007

Durante sesenta años al movimiento trotskista internacional le tocó la ardua tarea de preservar los principios, métodos y política del socialismo revolucionario, mientras duró la larga noche del stalinismo y la degeneración burocrática de la ex Unión Soviética, con todos sus crímenes y perversiones. Mientras la mayor parte del movimiento obrero mundial y la mayoría de los intelectuales miraban para otro lado frente a las traiciones de la burocracia soviética, León Trostky y un puñado de seguidores soportaron casi solos el asedio, la persecución e incluso el asesinato, de las fuerzas combinadas de los regímenes democrático burgueses, el fascismo y el stalinismo soviético.

La humanidad le debe a Trostky que fuera capaz de mantener sus principios, renunciando a la parte del poder político y militar que había ganado por su propio mérito en dos revoluciones (1905 y 1917), para legarnos el verdadero socialismo revolucionario sin que tengamos que rebuscar con arqueólogos en las profundidades del marxismo del siglo XIX, principios como: la democracia obrera vs el totalitarismo burocrático; el centralismo democrático vs las órdenes del secretario general y el pensamiento único; la teoría de la revolución permanente vs la revolución por etapas; el internacionalismo socialista vs la falacia del socialismo en un solo país.

En una época de feroz lucha de clases esa actitud principista le costó la vida a él, a su familia y a casi toda su generación de compañeros de lucha (incluidos “leninistas” probados como: Bujarin, Kamenev, Zinoviev y un largo etc.). Esta situación llevó a algunos, entre ellos Víctor Serge, si no me equivoco, a cuestionarse si Trotsky hizo bien en intentar fundar una Internacional obrera en medio de la derrota sangrienta de revoluciones como la china o la española, de la expansión del régimen fascista por toda Europa y de control stalinista del único estado obrero de aquella época. Y para colmo, su muerte prematura a manos de un esbirro de Stalin, dejó un panorama más desolador.

Pasada la Segunda Guerra Mundial, en un ambiente un poco más propicio, pero no menos difícil, otra generación mantuvo esos principios enarbolando las banderas de lo que genéricamente se ha llamado la IV Internacional. Genéricamente, porque en realidad no ha habido una, sino un sinnúmero de organizaciones identificadas bajo el mismo signo, pero divididas por multiplicidad de luchas fraccionales.

Sin una cabeza prestigiosa, ni ningún líder de la vieja generación revolucionaria de principios de siglo XX, los trotskistas de la posguerra pronto fueron incapaces de ponerse de acuerdo sobre acontecimientos nuevos que la lucha de clases producía: el surgimiento de nuevos estados obreros en Europa oriental, por obra y gracia del ejército soviético y la guerra fría; revoluciones triunfantes como la china o vietnamita o cubana; las guerras de liberación nacional en Asia y Africa; el “boom” económico capitalista; la estabilización de regímenes democrático burgueses; Partidos Comunistas prosoviéticos con influencia de masas en occidente, etc.

Demasiados acontecimientos nuevos y una generación sin mucha experiencia (en aquella época) llevaron a la IV Internacional a un estallido en multiples fracciones: Haely, Mandel, Hansen, Posadas, Lambert, Moreno, son algunos de los líderes de estos movimientos con diversas ramificaciones internacionales.

Ellos tienen el mérito, mal que bien, de haber dado continuidad al legado teórico, político y hasta moral de la generación anterior. Incluso fueron capaces de producir nuevas elaboraciones. Mandel, por ejemplo, legó un valioso análisis del capitalismo de la posguerra y su lógica económica. Moreno, fue capaz de visualizar el error de la desviación guerrillerista de la generación latinoamericana de los años 60 y la necesidad de trabajar en las organizaciones de masas obreras y campesinas. Socialist Workers Party jugó un rol clave en la lucha contra la guerra del Vietnam en EEUU. Incluso construyeron importantes partidos de vanguardia que aún perduran: los “militant” ingleses, la LCR en Francia, el PSTU brasileño, los diversos grupos morenistas en Argentina (MST, MAS, PTS, etc.).

También cometieron errores importantes, aceptémoslo. Después de todo un principio defendido por el trotskismo es la lucha contra el culto a la personalidad, que no es lo mismo que negar el papel de la personalidad en la historia. Especialmente grave fue el que un sector importante del trotskismo no reconociera el carácter de los estados obreros producidos por revoluciones como la china o cubana. Mandel, Moreno y el SWP norteamericano confrontaron en el plano político y teórico ese error, lo que permitió a su partido jugar un papel en los enormes proceso políticos de Latinoamérica en los años 60 y 70.

Pero, si hubo un error metodológico común a todos, y que lamentablemente se ha heredado a la actual (tercera) generación trotskista internacional, ha sido el exacerbar las diferencias, hacer de toda discusión política, de toda diferencia e incluso matiz, un problema de principios, que servía para justificar rupturas irreconciliables. De ahí que los stalinistas inventaran el “slogan” denigratorio, pero hasta cierto punto cierto, de que “todo trotskista es divisible por dos”.

Esta desviación metodológica tiene su explicación (no justificación) en las características de la lucha de clases de la posguerra hasta 1990. Esto fue producto en buena parte de un ambiente donde la burocracia stalinista usaba las conquistas que todavía perduraban de la Revolución Rusa para defender su modelo “socialista” burocrático, y lo hacía no con la razón sino con la violencia. Donde había que tirar puñete para repartir un volante o hablar en una asamblea obrera o estudiantil. Se requería ser muy duro de carácter y fuerte en la polémica para no sucumbir.

El problema es que, al final, se terminaba trasladando dentro de la organización el mismo método con el que se polemizaba contra los stalinistas en la calle. Todos los que nos iniciamos a la vida política entre los 60 y 80 fuimos marcados con este estigma.

Por supuesto, había extremos ridículos. De mi experiencia personal, recuerdo que algunas reuniones internacionales, en especial los trotskistas anglosajones, gustaban sustentar cada idea propia en alguna de cita Trotsky, Lenin o Marx. A mi me parecía chocante esta muestra de erudición escolástica que además aportaba poco al debate. “Porque Trotsky en tal texto dijo...”. Si pero, es que el hombre ya esta muerto hace rato, y de lo que estamos hablando es de otra cosa que él no pudo prever.

No se trata de renunciar a la experiencia histórica que nos legaron las generaciones precedentes. Esa herencia sirve como referencia, pero es iluso pretender encontrar en ella la respuesta a todos los retos nuevos que tenemos. Nunca hay dos situaciones iguales. No debe olvidarse la genial máxima de Lenin que resume el método marxista en una sola cosa que, si se olvida, no hay cita que valga: “Análisis concreto, de la realidad concreta”.

El problema que tenemos hoy, en la primera década del siglo XXI, es que llegó el acontecimiento previsto por Trotsky (ese sí), en que la burocracia stalinista terminó echando por la borda su disfraz socialista, para pasar por completo al bando de la burguesía; desapareció la URSS y los estados obreros de Europa oriental; se privatizaron las fábricas; los antiguos miembros del politburó se convirtieron en prósperos magnates aliados de Washington; los maoístas se hicieron “socialistas de mercado”; muchos antiguos guevaristas acabaron como socialdemócratas; pero la Babel de corrientes trotskistas continúa sin poder hablar el mismo idioma, ni ponerse de acuerdo para realizar ninguna acción común.

Y, lo que es peor, se continúa en la marginalidad política pese a que desapareció el gran obstáculo en la conciencia de muchos trabajadores que era su fe ciega en la burocracia soviética.

Si el movimiento trotskista internacional quiere jugar un papel real sobre los procesos políticos del siglo XXI, tiene que empezar por resolver este problema de orden metodológico: no se puede convertir cada discusión, cada diferencia, en un problema de principios. Si en verdad se cree en la democracia obrera, empecemos practicándola desde nuestras organizaciones.

No se trata de que no haya diferencias, por favor, no somos stalinistas. Es imposible que no las haya si cada día tenemos fenómenos sociales nuevos cuya respuesta política no es fácil ni evidente a primera vista. El problema no son las diferencias de apreciación, el problema es poder convivir con ellas y debatirlas.

Sólo con este cambio de actitud metodológica será posible meterle el diente a problemas teóricos y políticos que la realidad actual nos presenta y revisar (sí, revisar!) algunas cosas que se vienen sosteniendo. A riesgo de ser herético, me atreveré a soltar algunas dudas sobre afirmaciones que el trotskismo considera palabra sagrada:
1.¿Es posible construir una Internacional basada en el centralismo democrático?

Mi respuesta es sí y no, dependiendo de qué se entienda por esta expresión. Desde Lenin se interpreta el “centralismo democrático” como la más amplia democracia en el debate interno y la más férrea disciplina en la acción. Contrario a los partidarios del horizontalismo, creo que no hay duda de que es la única forma posible de existencia de los partidos nacionales, si en verdad quieren transformar la realidad y concretar el socialismo.

Pero cuando esta expresión se lleva al terreno de la Internacional se vuelve problemática. Para empezar, porque el movimiento obrero no es homogéneo, tiene diversas experiencias, tradiciones, incluso culturas nacionales que influyen sobre el carácter de los dirigentes, militantes y partidos, y sus apreciaciones sobre los acontecimientos.

Por ello, una maldición que sigue pesando negativamente sobre el movimiento trotskista, es la de pretender que tal o cual partido nacional posee la dirección “internacional” probada y desde su bastión político y teórico puede ponerle las pautas a los demás. Sinceramente, no creo que nadie desde Buenos Aires, San Pablo, París o Londres puede conocer mejor la realidad panameña que nosotros, los panameños.

Tíldenme de “revisionista”, pero sospecho que este método es una herencia equivocada de la Internacional Comunista, cuando Lenin, con el prestigio de haber dirigido la primera revolución socialista triunfante, construyó una internacional controlada por los bolcheviques y su experiencia rusa, sin mucho peso de grandes dirigentes de otras naciones. Tal vez si Rosa Luxemburgo no hubiera sido asesinada en Alemania, otra hubiese sido la historia.

Por lo poco que sé, el propio Zinoviev, con Lenin aún en vida, cometió algunos errores de burocratismo. No hablemos de IV Internacional de la posguerra donde el sectarismo, el mesianismo y el personalismo produjeron el fraccionamiento del que ya hemos hablado.

Creo que no habrá ninguna verdadera Internacional si no es partiendo de campañas comunes sobre los ejes más importantes de la lucha de clases internacional, pero dejando muy abierto el espacio para el debate político y teórico y la coexistencia de corrientes distintas unidas bajo un programa muy general. Eso de Internacional “centralizada” es un fracaso probado.

2.¿Quiénes son los revolucionarios, sólo los trotskystas?
Este es otro problema. Durante las décadas de lucha contra la degeneración estalinista soviética se hizo un esquema en el que, partiendo del hecho cierto de que en realidad la burocracia soviética era contrarrevolucionaria, y trabajó concientemente para el fracaso de las revoluciones, como la española o china, se definía a quienes no captaban la esencia traidora del stalinismo como “centristas”.

En un plano del análisis más sofisticado, el concepto “centrista” era útil, pero llevado al extremo de igualar “centrismo” con “reformismo” es un error que ha aislado al movimiento trotskysta de procesos revolucionarios encabezados por otros sectores políticos. Una prueba extrema de este tipo de error fue la obcecación de la C.I.(C.I.), dirigida por Lambert y otros, en reconocer el carácter socialista de la Revolución Cubana.

En pleno siglo XXI, desaparecido el peso del stalinismo soviético, mantener este esquema sólo sigue limitando la acción del movimiento trotskysta sobre grandes movimientos de masas que confrontan revolucionariamente a la globalización imperialista, aunque carezcan de un programa político para la toma del poder del proletariado.

Es más, esto lleva a exacerbar la polémica y los ataques contra quienes en realidad son aliados y sobre quienes en todo caso hay que educar políticamente. Con lo cual el trotskysmo se le hace más difícil salir de la marginalidad.
3.¿Es más revolucionaria la consigna más “radical”?
Una derivación caricaturesca de lo anterior es el ultraizquierdismo político como sinónimo de revolucionario. Pongo un ejemplo de la vida real: cuando la invasión de Estados Unidos contra Irak, un sector morenista sostenía que la consigna “No a la guerra” (que movilizó a millones en todo el mundo) era “reformista”, y en su lugar había que levantar la consigna “revolucionaria” de “armamento para el pueblo de Irak” (o algo así).

Mientras que la primera consigna era lo que en verdad podíamos y pudimos hacer en el resto del mundo en apoyo al pueblo iraquí, y fue importante porque le restó legitimidad a la agresión del gobierno de Bush, y la segunda no pasaba de ser un “verso” (como dicen los argentinos), según la lógica de los compañeros esta última era la que nos diferenciaba de los “reformistas” y por ende había que tenerla como eje de la política. Da risa, pero es para llorar.

Otro ejemplo, venido de un buen amigo mío, revolucionario trotskista de Costa Rica, a quien respeto mucho. Reproduzco más o menos su análisis de la Venezuela actual: “te veo muy impresionado con Chávez. Yo parto por preguntarme qué tipo de estado es Venezuela, capitalista u obrero, eso me dice qué tipo de gobierno es (burgués, claro), de ahí derivo la política”.
Conclusión política, de ese tipo de análisis, Chávez preside un estado y un gobierno burgués, igual que Uribe en Colombia, por ende, mi política es “desenmascarar” o combatir a Chávez.

Por esa vía, se choca hasta con el sentido común de millones de trabajadores que ven cada día a Chávez y su gobierno confrontando la política del imperialismo yanqui y cómo desde Washington se conspira para derribarlo por cualquier vía. Por ende, los trotskistas que así proceden no sólo no le atinan a la realidad, sino que los trabajadores, que sí siguen a Chávez, los miran de reojo, se encogen de hombros y se dicen para sí: “estos tipos están más locos que una cabra”.

Esta desviación ultraizquierdista dentro del trotskismo viene de no poner atención a lo que el propio Trotsky decía en el Programa de Transición: la enorme importancia de las consignas democráticas y nacionalistas frente al imperialismo.

Estos compañeros en realidad trabajan con lo que llamaban a inicios del siglo XX el “programa máximo”, calificando las reivindicaciones concretas (económicas), democráticas y nacionales, como “reformismo”.

Se reduce la realidad política mundial a la mera confrontación de clases (obreros vs capitaistas, socialismo vs capitalismo) y se obvia que existen otros planos de contradicciones con las que hay que lidiar (nación vs imperislimo o democracia vs dictadura).

Como quien dice: todo el que no es socialista revolucionario (trotskista), es reformista y por ende traidor. Con lo cual no hay política de alianzas y se convierte a Chávez y/o Evo, y por derivación a sus millones de seguidores, en enemigos a combatir.

Eso es completamente contrario a lo sostenido por Trotsky, quien dio gran relevancia a las reivindicaciones económicas, democráticas y nacionales como movilizadoras (revolucionarias) de las masas, a las que el trotskismo debe sistemáticamente (educando pacientemente) unir una conclusión, que es la que permite saldar todos los planos de la realidad: que sólo si los trabajadores toman el poder, podrán satisfacerse esas reivindicaciones y que la burguesía es inconsecuente con ellas.

4.¿Qué socialismo podemos construir?
Existen ciertas corrientes trotskistas que hacen críticas absurdas, ridículas y hasta contradictorias al gobierno cubano, cuando abre un sector de la economía (como el turismo) al capital internacional, pero a la vez exigen plena libertad de partidos políticos (para todos, incluso a los aliados de la contrarrevolución).
O sea, por un lado se exige un modelo de economía stalinista, pues la estatitzación completa de la vida económica por decreto fue un invento de Stalin en los años 30, y por otro un modelo político que sería democrático burgués.

Hasta donde me alcanza la inteligencia, y lo que he leído de la bibliografía marxista, nunca nadie propuso decretar el socialismo como economía cien por cien estatizada. Marx siempre habló de la nacionalización de la gran industria y el respeto a la pequeña propiedad, al menos hasta que hubiera condiciones históricas para dar un salto a un modelo económico superior (“a cada quién según su necesidad”). El propio Lenin corrigió con la N.E.P. algunas medidas a las que se forzó con la guerra civil (1917-1920).

El debate sobre la industrialización, que realizaron Trosky y Preobrazensky, en los años 20, me parece que era una fórmula algebraica, que dependía del proceso político. Es decir, promover la industrialización estatal y controlar el poder económico de los nuevos ricos, para evitar un corrimiento a la derecha y restauración del poder capitalista. Pero de ahí a lo que hizo Stalin movido por razones de control político de decretar el “socialismo” estatizando toda la economía por la fuerza, es muy distinto y se ha probado como incorrecto.
Si, como decimos, el socialismo como modo de producción superior al capitalismo, depende de un proceso internacional, donde el papel clave se jugará en las grandes potencias europeas y norteamericana, ¿Por qué hacer de principios que una pequeña sociedad de “transición al socialismo” como Cuba no pueda permitir ciertos espacios de economía privada?
El punto clave, no es si hay un régimen de propiedad mixto, sino en manos de quién está el peso de las decisiones económicas y políticas: la clase trabajadora o los capitalistas.
De ahí que, me parece evidente que es muy distinta la Cuba de ahora, con un sector privatizado en medio de una economía estatizada (que a mi juicio debería ser menos estatizada), y el proceso chino y ruso donde los miembros de la nomenklatura se pasan al bando de los capitalistas convirtiéndose en propietarios.
Por otro lado, seamos realistas: si bien estamos por la máxima democracia posible, en las sociedades de transición al socialismo, está limitada por la situación de agresión y guerra declarada por el imperialismo.
De ahí que ciertas críticas de algunos personeros trotskistas al régimen cubano, en lo económico y político, me parecen absurdas. Hagamos el simple ejercicio de imaginarnos qué haríamos distinto a Fidel Castro. No creo que haya muchas opciones. Entonces, ¿Para qué hacer discusiones escolásticas que sólo confunden?
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* (Sociólogo, educador y político). Nacido en la ciudad de Panamá en 1958. Licenciado en Sociología por la Universidad de Panamá. (1989), Maestría en Estudios Políticos por la Facultad de Derecho en la Universidad de Panamá, Profesor de la misma institución. Desempeña funciones dentro de la Asociación de Profesores de la Universidad de Panamá y del movimiento popular organizado. Fue uno de los fundadores del Partido Socialista de los Trabajadores y actualmente del Movimiento Popular Unificado. Obras: Fenasep en el corazón del pueblo panameño (1990), La verdad sobre la invasión, (1990), Diccionario de sociología marxista (1993). Diez años de luchas políticas y sociales en Panamá (1994), Pobreza y neoliberalismo en Panamá (1995), Panamá proyecto o nación? (1997), La invasión a Panamá: preguntas y respuestas (1998), La verdadera historia de la independencia de Panamá (2003).

 

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